Los hilos del tiempo se tejen y destejen sin cesar mientras nos cuentan una verdad suprema: el cambio es la única constante en nuestra efímera existencia y errante caminar. No es un evento, no es un instante; es el mismísimo latir del universo, el aliento que mueve las mareas y desvanece las estrellas. Todo cambia, siempre, sin pedir permiso, sin anunciar su llegada. Como el río que esculpe la piedra, como el viento que borra las huellas en la arena, el cambio se desliza por nuestras vidas, a veces sutil, a veces devastador, pero siempre inevitable.
No necesitamos invocarlo, pues el cambio no espera nuestra venia. Es un huésped que no toca a la puerta, un viajero que no avisa su llegada. Un día despiertas y el mundo que conocías se ha transformado: un amor se desvanece con las primeras luces del alba, una pérdida te hiere como un relámpago en la noche o una alegría inesperada ilumina tu interior con el fuego de la esperanza. La vida no consulta, no negocia; simplemente sucede. Los días se precipitan sin descanso, las estaciones nos envuelven con sus cambios, y nosotros, frágiles navegantes en este océano de incertidumbre, solemos aferrarnos a la permanencia como único cobijo en mitad de la tormenta, pero eso, querido amigo, eso es como intentar tocar el cielo con las manos.
Nuestro propio cuerpo, este efímero templo de carne y huesos, se transforma con cada latido, muta con cada suspiro. Las células nacen y mueren, las arrugas trazan mapas de nuestras risas y dolores, y el corazón, ese tambor incansable, late al ritmo de un destino que no podemos prever. Todo fluye, todo se mueve, y en ese movimiento perpetuo reside la esencia de la vida.
Sin embargo, nos abrazamos a lo conocido, a lo seguro, como si pudiéramos detener el giro del mundo solo con desear hacerlo. Construimos fortalezas de certezas, muros de rutinas, y nos engañamos creyendo que el mañana será un reflejo del hoy. Pero la vida, en su implacable sabiduría, nos recuerda que nada permanece, que todo cambia en un segundo, en un efímero suspiro. Un instante de descuido, un giro del destino, y todo lo que dábamos por sentado se desvanece como un sueño que no podemos atrapar. Porque el cambio no es un castigo; es la naturaleza misma de la existencia, el lienzo sobre el que se desarrolla nuestra historia.
Por eso, debemos aprender a danzar con el cambio, a abrazar su constante fluir. No se trata de predecir sus pasos, pues el cambio es el rey de lo imprevisible. Puede llegar como una tormenta que arrasa todo a su paso, dejándonos desnudos ante la inmensidad del vacío. O puede hacerlo como una suave brisa, trayendo consigo promesas de renovación. Pero, sea cual sea su forma, siempre nos encuentra. Y en esa certeza radica nuestra fuerza: saber que el cambio, aunque incierto, es también la puerta hacia lo posible, hacia lo nuevo, hacia lo que aún no imaginamos.
La aceptación, entonces, se convierte en nuestro refugio, en nuestra brújula. Aceptar no es rendirse, no es doblegarse ante lo inevitable; es reconocer que somos parte de este río inmenso al que llamamos vida y que todo nos puede suceder. Aceptar es aprender a soltar, aceptar es dejar ir lo que ya no nos pertenece, aceptar es abrir las manos para recibir lo que está por venir, aceptar es un acto de valentía, un gesto de fe en la vida misma. Porque cuando aceptamos el cambio, para bien o para mal, nos alineamos con el pulso del universo, y en esa alineación encontramos paz.
Piensa en los grandes cambios de tu vida: los que te rompieron, los que te elevaron, los que te transformaron. Cada uno de ellos pudo parecer un fin, una ruptura irreparable. Pero ahora, desde la distancia, ¿no ves cómo te moldearon? ¿No ves cómo te trajeron hasta este instante? El cambio, incluso en su crudeza, es un escultor paciente pero sagaz, capaz de ver la pieza que ya existe dentro de ti incluso antes de empezar a tallar. Esculpe nuestras almas, pule nuestras aristas y nos convierte en versiones más profundas de nosotros mismos. Lo que hoy parece una pérdida, mañana puede ser un regalo. Lo que hoy parece un abismo, mañana puede ser un puente.
Así pues, prepárate siempre para recibir el cambio con el corazón abierto. Vive con los sentidos despiertos y con el alma dispuesta a aprender, porque el cambio no avisa, pero siempre enseña. Y en cada transformación, en cada giro inesperado, hay una oportunidad para crecer, para amar más profundamente, para vivir con mayor autenticidad, para simplemente SER, porque el cambio es la vida misma, y vivir es aprender a amarlo. Amar el cambio es amar la impermanencia, la fragilidad, la belleza efímera de todo lo que somos, de todo lo que es. Es saber que nada dura, pero que en ese no durar palpita el milagro. Porque mientras el cambio siga urdiendo su eterno tapiz, tú seguirás formando parte de su juego. Lo quieras o no, te guste o no, porque eres un verso fugaz, sí, pero un verso indispensable en el poema infinito del cosmos.
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