Otro gran poeta entre nosotros

Por Juanmaría G. Campal

24/05/2025
 Actualizado a 24/05/2025
El poeta Eugenio Marcos Oteruelo. | LUIS PRADO ALLENDE ‘SITO’
El poeta Eugenio Marcos Oteruelo. | LUIS PRADO ALLENDE ‘SITO’

Aviso, no es este un texto de analítica crítica sobre una novedad literaria. No soy quién para escribirlo. Es un texto apologético sobre una lectura poética realizada y como pocas disfrutada con verdadera emoción. Escribo, por lo tanto, subjetivo –soy sujeto y no objeto– pero, sobre todo, escribo agradecido. Es más, no miento si digo que, en esta ocasión, no pulsan mis dedos las teclas del ordenador, sino mi corazón y mi cerebro, ambos entusiasmados por la nueva suerte que un libro, un poemario, me ha acercado y regalado, pues en él he descubierto y sentido en su totalidad la belleza de la bondad no ya de un poeta, sino de un hombre enfrentado al papel en blanco y en él comprometido con el mundo y con la vida, con todas sus incertidumbres, injusticias e inhumanas realidades; con su mundo, desde esa patria que dicen es la infancia y no comparto; con la memoria agradecida –no es la mejor herencia que tener se pueda la contante y sonante ni la de bienes raíces, sino la enraizada bondad y humanidad que germinará y se reproducirá– de sus orígenes y ancestros; con los cantos, anhelos y confesiones hacia sus mayores afectos y mayúsculas amistades, hasta íntimos deseos para el seguro adiós. Sí, acabo de leer el canto general de la existencia de un hombre mayúsculo expresado con y en mayúscula poesía. Así lo palpita mi corazón y así se deleita mi cerebro. Así me congratulo todo de esta suerte de humana y enriquecedora lectura. 

Y discúlpeme el lector esta nueva intromisión en las páginas bien tituladas ‘Culturas’ y más en sábado víspera de la clausura de la cuadragésima séptima Feria del libro de León. Pero es que no consideraría justo guardarme para mí uno de los más gratos, beneficiosos y didácticos hallazgos poéticos que la misma me ha deparado. Hallazgo que ha engrandecido sobremanera el tiempo dedicado a su lectura y degustación y hallazgo que, a la par, me ha reprochado el no haberme enterado de con qué maestro compartía tantos espacios y tiempos dedicados a la poesía -él leyendo sus versos, yo dando temblorosa lectura a mis osados renglones cortos- hasta tener entre mis manos, hasta emocionado y avergonzado gozar este ‘El nombre de los bueyes’ (Aliar ediciones) de Eugenio Marcos Oteruelo –ese hombre que en la fotografía pueden apreciar que, como él dice que su abuelo hacía, peina blanca nieve del Teleno.

Aun mi costumbre de hacer de todo prólogo lectura final –prefiero en ellas la íntima, desnuda búsqueda de músicas, emociones y posibles aprendizajes, y endóseme a mí la posibilidad– alegría fue y es también sentir la profunda justeza de la voz de Luis Carnicero en el mismo. Así como alegría fue y es también la loable y justa reseña de Alfonso García que, a la par de corregirme lo que yo pudiera tener por propio desatino, me regala la validez de mi principal criterio valorativo artístico: la emoción.

 

Muchos son los poemas de ‘El nombre de los bueyes’ que, en estos tiempos de desmemoria y falsas grandezas, encienden memoria, reconocimiento y gratitud hacia los ancestros y conducen al lector hacia el encuentro con los suyos y hasta con uno mismo: «De todo lo vivido, / la fractura de mis dos yos, / el que sueña escribir una página gloriosa en su vida / y el otro, que a menudo / se ve como ajo machacado en el cuenco de barro». Mas, pronto llega al alma el ánimo de este mismo poeta: «Cuando las sombras se prolongan en el tiempo / nos queda como única alternativa inventar otro cielo / para dar calor a nuestra tierra. / Ojalá nunca aflore la soledad humana / entre los invitados a esta fiesta de la palabra poética». Y nos recuerda cómo hasta para este aprendiz «Nada hay más hermoso que hacer equilibrios con la palabra, / vivir la sangre tan cerca, corazón a corazón, / verso a verso, tornarse fuego, tambor de llamada, / para que siempre nos una la emoción y la belleza / del sentir poético».

Y después de tanta belleza, de tanta memoria, de tanto recuerdo y gratitud a tantos que de una manera u otra se nos van haciendo ausencia viva y poética, cómo detener este afontanar de ojos y mirada ante el homenaje a quien primero me protegió de la lluvia y cogiéndomelos serenó mis temblorosos renglones cortos en aquella mi primera Ágora, Toño Morala, nuestro siempre Toño Morala, el poeta del pueblo. Cómo olvidar que: «¡Ah! Y los abrazos: no bastaba un simple apretón de manos para el saludo, Toño solicitaba interacción, pedía el abrazo, el roce, el calor de los cuerpos: «Dame un abrazo largo, amigo». Sí, Eugenio, sí, grande Toño y grande tú y suertudo este incurable aprendiz de escribidor por saberos y teneros -sigue Toño vivo en nosotros–.  

Sí, en mi humilde opinión de lector, un nuevo gran poeta de los que acaricia el alma, esponja el corazón y espolea la conciencia se ha incorporado, por derecho y con derecho, con ‘El nombre de los bueyes’ a la generosa y larga nómina con que, por fortuna, nos regala esta tierra y, a pesar de los pesares, este mundo todo. Espere pues el «palmo de tierra serena» y siga el tiempo en sus ensayos de la «nota de música sacra / como canto final» que desea este poeta, porque después de este gran poemario, personalmente -y bien sé que no seré el único- me declaro -sin derecho, mas con, casi urgente, gusto y placer- acreedor reclamante de más bellezas, más verdades y más sabidurías, de más poemas de Eugenio Marcos Oteruelo.

Sí, lector, sí: otro gran poeta habita entre nosotros. ¡Salud!

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