Y no se trataba de nada de eso, no eran efectos de la sugestión ni espejismos varios sino los fantasmas de verdad, los fantasmas en persona, o alma, no los que vivieron en pretérito sino la mezcla de ellos con lo que nosotros imaginamos de ellos o inventamos de ellos, una mezcla del pasado verídico y de los monstruos que produce el sueño de la razón.

Está bien y es justo que en esta urbe llena de ellos, retrepados en los barullos de bellezas pétreas, tiesos en los desagües de las gárgolas, húmedos en las bodegas de la judería, polvorientos en las tumbas de los reyes, terrosos en los camposantos subterráneos o quebradizos en los osarios olvidados, salgan a la superficie y se hagan de todo derecho vecinos nuestros, almas en pena, espectros, espíritus, poltergeists, ectoplasmas, doppelgängers y todo tipo de seres mediotransparentes.
A tal efecto ese congreso de lo oculto está muy bien pensado para la ciudad nuestra en estos días y ha de reunirlos a todos, como pléyade en putrefacción eterna, en torno a disertaciones de sus temas preferidos, todo lo postergado que, efectivamente, ha movido el mundo. Óigase lo que dijeron astrólogos, adivinos, nigromantes, espiritistas, augures, cartomantes, médiums, toda esa falange de valientes que injustamente colocase Dante Alighieri en el cuarto foso del octavo círculo de su difamante infierno con la cabeza vuelta atrás, condenados a andar de espaldas tan sólo por adivinar el porvenir. Óigase a toda esa legión, digo, de expertos de lo oculto aclarando exactamente qué albergan tantos misterios milenarios y el incierto futuro. Qué mejor destino para el dinero público que el de quitar el velo a lo velado y que con ello, de una vez por todas, descubramos lo que nos estaba vedado y que la cultura se olvide en aras de la ‘ocultura’ y nos declaremos directamente partidarios de lo embrujado y nos embarquemos en el viaje nuevo a lo viejo, por supuesto, a la Edad Media y más atrás.