Noche de guerra en el Museo del Prado

Bruno Marcos recuerda la aventura del traslado de los cuadros del museo durante la guerra civil española

Bruno Marcos
21/06/2016
 Actualizado a 19/09/2019
Detalle del cuadro de Goya 'Carga de los mamelucos en la Puerta del Sol (1804)'.
Detalle del cuadro de Goya 'Carga de los mamelucos en la Puerta del Sol (1804)'.
Desde el comienzo de la contienda civil española de 1936 las autoridades republicanas vieron cómo el larvado anticlericalismo producía acciones iconoclastas por todo el país en las que se destrozaban imágenes religiosas, se profanaban tumbas y se sacaban momias a la calle. Los milicianos aparecen en las fotografías posando alegres con el puño levantado o con la mano por encima del hombro de esqueletos con la mitra de obispo, vestidos ellos mismos con ropas de misa y apuntando con la pistola o el fusil a un cráneo con bonete eclesiástico.

Esos actos no respondían exclusivamente a la barbarie incontrolada sino que pretendían también liberar al pueblo del sometimiento mágico que la Iglesia ejercía sobre él. Al romper o ultrajar aquellos iconos sagrados, que se habían revestido durante siglos de un aura trascendental, querían demostrar que no pasaba nada y así la Iglesia era reducida a fantasmagoría. Sin embargo no cabe duda de que además se desencadenó el pillaje, los robos comunes de cualquier objeto artístico susceptible de ser vendido. Enseguida se habló también de que aquellos tesoros de la Iglesia y de las clases altas financiasen la guerra. Incluso se corrió la especie de que habrían de fundirse las esculturas de Madrid para hacer balas y, no pocos, proponían que se vendieran los bienes artísticos para financiar la prolongación de la guerra y detener la derrota.

Todo ello alarmó al gobierno. Se creó entonces la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico, que no se ocupaba de arrebatar las obras de arte pertenecientes a los religiosos, aristócratas y coleccionistas sino de quitárselas fundamentalmente a los milicianos que habían asaltado sus casas, templos y palacios. Los del gobierno eran conscientes del disparate que suponía eliminar el legado artístico histórico del país para liberar al pueblo de la superstición religiosa y, además, del descrédito internacional que aquella destrucción podía provocar en unos momentos en los que necesitaba recabar el máximo apoyo posible de otros países para ganar la guerra.A todo esto vino a sumársele un reto mucho mayor para los hombres y mujeres de 1936 que compusieron la Junta: El salvamento de las obras del Museo del Prado, la colección de pinturas más importante del mundo que los reyes de España habían ido adquiriendo a través de los siglos y que, finalmente, había sido entregada al estado.Cuando la lluvia de obuses sobre la capital empezó a ser considerable el Museo del Prado se cerró. En una ocasión el bombardeo de la aviación rebelde tomó como objetivo el hotel Savoy, donde estaban hospedados los asesores soviéticos, cerca de la zona del Congreso. Casi todas las bombas cayeron en ese lugar pero algunas fueron más allá. Unas cuantas incendiarias impactaron en el tejado del Museo. Aquello no tuvo grandes consecuencias pero hizo a la Junta sopesar seriamente si el traslado de los cuadros era necesario ante el temor a que los bombardeos destruyeran más adelante la inigualable pinacoteca. Los ministros decidieron que el tesoro del Prado debía estar en el lugar que se ubicara el gobierno y, por lo tanto, cuando este se movió a Valencia los cuadros allí fueron.Las obras se embalaron en cajas de madera cubiertas por lonas impregnadas en una sustancia inífuga que los mismos conservadores acababan de inventar. Las cajas fueron montadas sobre camiones descubiertos y fijadas con vigas clavadas a los embalajes y a la propia estructura de los camiones. Los imágenes que documentan el itinerario nos muestran a unos cuantos vehículos de suspensión primitiva por carreteras secundarias mal asfaltadas, con cunetas mordidas a punto de tragarse las camionetas. La comitiva, de incógnito, salía de noche y a una velocidad media de 15 kilómetros por hora. En uno de los primeros traslados los encargados de dirigir la operación fueron el poeta Rafael Alberti y su esposa, la escritora Teresa León. Al llegar a al puente de hierro de Arganda se dieron cuenta de que las cajas pegaban en la parte superior y tuvieron que bajarlas y pasarlas a pulso. Entre ellas estaba la de ‘Las meninas’ de Velázquez. Aquella noche de angustia disuadió a los dos escritores que abandonaron la responsabilidad. Años más tarde, inspirado por aquellas vivencias, escribiría Rafael la obra de teatro titulada ‘Noche de guerra en el museo del Prado’, en la que los personajes de los cuadros cobran vida y salen !a montar barricadas delante de sus pinturas. Con el avance de los nacionales la colección se desplazó nuevamente, esta vez a Cataluña. Por el camino un ataque sorpresa en Benicarló hizo caer un balcón sobre la caja que contenía el cuadro de Goya ‘La carga de los mamelucos’. El equipo de la Junta de Salvamento se fue convirtiendo en el mejor especializado en conservación y restauración del mundo a marchas forzadas. Dirigidos por el pintor Timoteo Pérez Rubio hicieron lo imposible por proteger las obras. Cuando la guerra estaba ya perdida la colección se llevó a Suiza. Los nacionales ordenaron no bombardear las carreteras por donde iba la comitiva. Los 26 camiones del tesoro a duras penas pudieron salir por la frontera de Francia entre la multitud que huía del país. Uno de los vehículos rompió el eje y los responsables decidieron pasar por medio del bosque con los cuadros del Prado al hombro. Finalmente el gobierno nacional envió al pintor Joaquín Sert que se dejó la piel por conseguir que los esforzados custodios le entregasen en Suiza la colección para que volviera a la España ya de Franco.

El relato de aquella aventura del traslado de los cuadros del Prado es una de las historias más fascinantes de cuantas ocurrieron en la guerra civil española. El sólo hecho de pensar en las grandes obras de Goya, Velázquez, Tiziano, Rubens, El Bosco o Tintoretto descolgadas y apiladas contra una pared inquieta a cualquiera hoy en día, así que saberlas por entonces a la intemperie por las carreteras, de noche y entre descargas continuas de ametralladoras y misiles, da auténtico pavor retrospectivo.

Recordando esta historia de esfuerzos heroicos por proteger un tesoro tan grande, en la que se pone de manifiesto, en plena guerra, el sorprendente consenso entre las dos españas en torno a su valor incalculable, uno no puede creer verdadera la noticia conocida estos días sobre el rechazo del obispado de nuestra ciudad a albergar una sede del museo que lo contiene. Si eso es verdad nos hermanaría más con las bombas que con cualquiera de las dos españas. De ser cierto que pudiendo acoger algunos de esos cuadros los rechazamos no nos quedaría ya más que, a la inversa que los personajes de Alberti en su ‘Noche de guerra en el Museo del Prado’, volvernos caricaturas y entrar decididamente a ser personajes grotescos de los disparates de Goya.
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