Un año más, con la llegada del verano, desde esta ventanita semanal que me reserva LNC, mis letras volverán a viajar por paisajes que nos llevarán a los lugares que en otros tiempos estuvieron llenos de vida, y en ese vieja estaré acompañada una vez más por las fotografías en las que Olga Orallo ha dejado plasmada su propia mirada de los mismos. Se trata de lugares que hoy muestran un claro abandono, en algunos casos ya totalmente definitivo y que, si se vuelve a ellos año tras año, nos hablarán de un imparable deterioro que acabará por sumirse en la desaparición total de los mismos. En otros, ese deterioro ha tratado de frenarse en el tiempo, tratando incluso de recuperarlos en parte, como ha sucedido con el lugar que hoy se va a convertir en nuestro protagonista.
No está ubicado exactamente en la provincia de León, aunque sí en el territorio que conocemos como Reino de León, exactamente en la provincia de León, municipio de Granja de Moreruela y su historia está ligada a otro complejo de ruinas que el año pasado sí visitamos en tierras próximas a La Bañeza, pero que ha ocurrido peor suerte que este. El nuestro, el Monasterio de Santa María, en San Esteban de Nogales; el que hoy traemos a estas páginas, el Monasterio de Moreruela, en las vecinas tierras zamoranas y cuya historia ha estado ligada –como ya contamos el año anterior- con el de Nogales.
Comienzo por aquí, porque estos lugares tan ligados a la arquitectura románica, algo que me sugieren un cierto frescor, aparte de permitirme sentirme transportada a un momento en el que el tiempo parece detenerse. Los monasterios cistercienses, u otros ligados a distintos periodos del románico, personalmente, tienen el poder de aislarme del mundo por un rato y transportarme a esa parte de la historia que, visto desde los ojos de hoy, en un mundo sometido a un ritmo tan frenético y, en estos momentos incluso tan agresivo, nos puede llegar a parecer tan romántica, en el aspecto más positivo de dicho término. Nuestras tierras, esas que pertenecen al reino de León, tienen hermosas muestras de ello, por sus diversas rutas, las que recorren los distintos caminos que avanzan hasta Santiago; otras conocidas como rutas de monasterios en sí mismas... Muchos de esos lugares siguen hoy en pie, e incluso con culto religioso, pero yo siento –ya lo he dicho muchas veces- una querencia especial por aquellos otros que inexorablemente se han convertido en ruinas, y esos son nuestros protagonistas. Y es que si en mi visita de los mismos consigo un lugar en el que sentarme más o menos cómodamente entre sus piedras (les aseguro que siempre consigo encontrarlo) , esos momentos consiguen servirme de bálsamo del alma, alejando de mí, aunque solo sea por breves instantes, las preocupaciones del momento, si no hacer que mi imaginación vuele lejos que pos de una inspiración que, normalmente, también acaba siempre por volver, aunque lo inspirado poco o nada tenga que ver con el lugar que me acoge.
Mi primera visita a las ruinas que hoy nos ocupan data de hace mucho, mucho tiempo, tanto que ya va para varias décadas. En aquel momento el monasterio estaba muy, muy deteriorado y mi acompañante accedimos al lugar escurriéndonos entre piedras derrumbadas, un poco como a hurtadillas, con el sonido lejano del ganado que pasta por los alrededores por toda compañía viva. Creo que en algún momento he comentado ya que entre mis aficiones siempre ha estado también la fotografía que, junto a mi pasión por los lugares abandonados, en los que reposa la memoria de tanta vida que por ellos pasó en algún momento de la historia, me ha permitido encontrarme en mi camino con Olga y comenzar con ella esta colaboración, pues bien, en aquella mi primera visita traté de inmortalizar el lugar con mi propia cámara, logrando una amplia colección de imágenes que estoy segura siguen guardadas en algún lugar de mis desorganizados archivos fotográficos, no sé si entre los dedicados al blanco y negro o a las diapositivas, durmiendo el sueño del olvido del que no se me ocurre ir a despertarlas teniendo como tengo a mi disposición estas, mucho más recientes, salidas de la cámara de Olga y que me han recordado aquel momento en el que las inmortalicé, aún en peores condiciones que las que O. Orallo nos muestra en las suyas. Pero dejémonos de palabrería y vayamos a la descripción del lugar en sí mismo.

El conocido como Monasterio de Santa María de Moreruela, es uno de los más espectaculares ejemplos de nuestro patrimonio, situado en la parte de la zona conocida como Tierra de Campos, en su parte perteneciente a la provincia de Zamora y es hoy considerado como una de las visitas imprescindibles de toda ruta que recorra esta provincia. Todo aquel que se acerca al lugar se hace rápidamente consciente, gracias a la espectacularidad que aún muestran sus ruinas, que fue uno de los monasterios más influyentes y poderosos de España, y del que en algún momento llegó a depender (como ya contamos en su momento) el propio Monasterio de San Esteban de Nogales. El lugar está en la carretera N-630 que une Zamora con Benavente, apenas 36 kilómetros de la capital y a 29 de Benavente; en el municipio de la Granja de Moreruela, desde donde se señala su presencia, a tres kilómetros del mismo, apenas rebasar el pueblo. Se sitúa en una finca conocida como ‘La Guadaña’ (curioso nombre para acoger unas ruinas como estas, ¿verdad?).
Sus orígenes estarían ligados a la creación del mismo por quien llegaría a ser obispo de la diócesis de León, san Froilán, fundador de la orden que en el mismo se cobijaba, y se habrían asentado en el que anteriormente se conocía como monasterio conocido como de Santiago de Moreruela, hacia el año 985, donde permanecerían hasta que, posteriormente, en 1143, el rey Alfonso VII cedió a los monjes un amplio término en la villa de Moreruela de Frades. El solar le fue entregado a Ponce de Cabrera con la petición expresa de que el monasterio que se erigiera entonces siguiera la regla de San Benito. A partir de tal momento su nombre pasó a ser el de Monasterio de Santa María de Moreruela y, también a partir de entonces, comenzaría su expansión con la afiliación al monasterio Claraval de Francia. Gozar desde ese momento con el apoyo de la monarquía y la nobleza, de los que junto a campesinos de la zona, recibirían importantes donaciones, lo convertirían en un centro monástico de primer orden, con un considerable patrimonio y una enorme influencia que alcanzó su mayor auge a finales del siglo XIII. Ese poder económico que llegaron a ostentar se vio así mismo aumentado gracias a una economía de trueques y compras, llevada a cabo por una comunidad de unos cuarenta monjes, más conversos y siervos, que rentabilizó sus recursos en torno al río Esla, su agricultura y su ganadería, poseyendo molinos, villas, casas y aceñas en Zamora pero también en Salamanca e incluso en Bragança.
Y lógicamente, ese poderío se vio reflejado en la arquitectura de su complejo, en el que sin duda destaca su iglesia, de enormes proporciones (63 metros de largo por 26 de ancho, entre los extremos del transepto). De arquitectura cisterciense con transición al gótico, su construcción se inicia en el siglo XII, con planta de cruz latina. Presenta tres naves de nueve tramos, la central ligeramente más amplia que las laterales, amplio crucero marcado en planta y gran cabecera (aún se pueden apreciar los tres niveles de su exterior en una bellísima composición), destaca la capilla mayor sustentada por ocho columnas, con ábside semicircular y girola, a la que se abren siete absidiolos, cada uno con un altar. Las bóvedas presentan ya estilo gótico, con ojivas y capiteles de impostas y decoración vegetal, salvo los brazos del crucero cubiertas por bóvedas de cañón apuntadas. También podemos encontrar aún entre los restos, algunos frisos de arquillos sobre ménsulas, el rosetón abocinado con anillo interior lobulado que destaca en el brazo norte del crucero, o la puerta central con triple arquivolta sobre capiteles vegetales del brazo meridional, además de algunos restos de policromía que pueden apreciarse en el interior de la cabecera entre los que se destacan roleos vegetales y motivos heráldicos. La iglesia sería remodelada en el siglo XVII y en su interior se encontrarían esculturas y sepulcros de nobles que sostuvieron económicamente el monasterio con sus donaciones. La sala Capitular y la Sala de los Monjes levantadas en torno al claustro que aún puede apreciarse claramente, se mantienen también en bastante buen estado.

Tras pasar por momentos de crisis allá por los siglos XIV y XV la orden cisterciense logró recuperarse hasta volver a conseguir alcanzar la prosperidad en el siglo XVIII. Pero en 1808, con la Guerra de la Independencia el monasterio fue ocupado tanto por las tropas nacionales como por las francesas. Luego llegó la desamortización en España y con ello el principio del fin. En 1835 quedaban allí una docena de monjes que fueron expulsados definitivamente, lo que desencadenó el desmantelamiento continuado de todo el lugar. Como ya hemos visto con otros monumentos, en los años sucesivos solo se conservaron aquellas zonas que serían útiles para sus nuevos propietarios, espacios sobre todo destinados a cuadras, viviendas de vaqueros o graneros, con un abandono continuo e imparable. Y aunque en 1931 fue catalogado como Monumento Histórico Artístico, ya de sobra sabemos que este tipo de gestos no suelen ser suficientes para proteger del deterioro estos lugares, lo que siguió ocurriendo hasta que en 1994 «fue adquirido por la Junta de Castilla y León con el fin de recuperar el espacio frenando el estado ruinoso para comenzar un trabajo de excavación arqueológica, documentación e intervención», que finalmente ha concluido en un espacio con posibilidades de ser visitado y que i acoge de vez en cuando algunas manifestaciones artísticas ligadas a la música o el teatro, y que tienen como punto central ese aún maravilloso ábside mientras el público ocupa lo que fue el espacio de sus naves centrales; actividades como las visitas teatralizadas que se llevaron a cabo durante todo el 2017, para visitantes y escolares, (lástima que parezcan haberse perdido definitivamente) o alguno de los conciertos del ciclo ‘Las piedras cantan’ (2022) o el más reciente (del pasado verano) que acogió las voces increíbles del barítono Luis Santana (de cuyos conciertos he podido disfrutar en lugares tan emblemáticos para mí como la Ergástula romana de Astorga o el Palacio de Gaudí) y Montserrat Martí Caballé.
De momento, este verano, al menos a fecha de hoy, parece no haber eventos programados en este espacio, pero yo les invito a estar pendientes, por si surge la posibilidad. Mientras tanto, y por si no surgiera la posibilidad, ¿por qué no acercarse a visitar sus ruinas y dejar que estas nos susurren al oído los secretos escondidos de otros tiempos? Yo les aseguro que la imaginación es muy poderosa y ¡quién sabe! tal vez si cierran los ojos y se dejan llevar por ella, sean capaces de sentir como el silencio que habitualmente flota entre las piedras se llena del cadencioso sonido del canto gregoriano y el susurro de las oraciones que, siete veces al día, los monjes susurraban entre estos muros. Podrán hacerlo de miércoles a domingo en un amplio horario que ocupa mañana y tarde.
Y no lo duden, déjense seducir por la magia y el silencio que ruinas como estas nos ofrecen. No seremos los primeros, ya lo hicieron los viajeros ingleses del romanticismo, y esperemos no ser los últimos. Al menos seguirán salvaguardando parte de nuestra memoria.