Norbert Bilbeney en su libro ‘La enfermedad del olvido. El mal de Alzheimer y la persona’, se refiere a las connotaciones del olvido en la cultura clásica: «Para la antigua Grecia el olvido es lo contrario del recuerdo, al que tanto va unido. Así, al Hades, o región del inframundo por la que han de pasar todas las almas antes de ser juzgadas, se llega a través de la laguna Estigia, una sombría superficie en la que confluyen Mnemosyne, el río del agua que hace recordar, y Lete, el río de la que hace olvidar. Los muertos son transportados lentamente por el viejo Caronte en su barca y conducidos a las puertas del Hades en la orilla de dicha laguna». Sin connotaciones clásicas, sino como una forma de evocar el pasado, Julio Llamazares escribió ‘El río del olvido’, la crónica de un viaje a lo largo del Curueño. No sería de las aguas del río Lete de las que bebió Llamazares, como podría sugerir el título de su libro, sino del Mnemosyne, al recrear el tiempo de vacaciones de su infancia. Para los que apenas nos movemos de casa, una forma de viajar este tórrido verano es leyendo o releyendo libros de viajes como el de Llamazares (una forma subrogada, como lo es el voto para que otros gobiernen en nuestro lugar).
Cuando más he viajado, y tampoco demasiado, no crean, fue ya hace mucho tiempo, veintitantos años, gracias al empeño de un amigo, Javier, en mostrarme aquellos rincones singulares de la provincia que consideraba dignos de ser visitados. Los viajes se interrumpieron después de sufrir un accidente al embestir a otro coche que estaba aparcado en doble fila. El vehículo quedó inservible, solo útil para su desguace, y el bueno de Javier con una pierna rota, que fue lo menos que le pudo pasar. Mi amigo, escarmentado por la experiencia, decidió renunciar a comprar otro coche, y así, nuestro último viaje juntos, fue en autobús a Astorga al archivo diocesano, cuando le faltaba ya poco para emprender el definitivo, ese que todos nos veremos obligados a hacer, más pronto o más tarde. Sin embargo, en el tiempo que disfrutó de coche, le dio tiempo a oficiar de cicerone conmigo y mostrarme algunos lugares de los que conservo solo vagas imágenes que noticias referidas a ellos logran refrescar. En alguna de mis reencarnaciones debí dar un buen trago del río Lete, el del olvido, y así nada de lo que vivo permanece mucho tiempo en mi memoria, circunstancia a la que uno termina acostumbrándose y compensando con actividades alternativas como la de escribir, más fáciles para mí de fijarlas en el recuerdo.
Así que ahora mis viajes, al menos la mayor parte de ellos, desaparecido aquel cicerone ideal, son subrogados, por la mano de otro. Periódicos, revistas, libros, DVDs o documentales cumplen la función que en su día desempeñó Javier, darme a conocer otro espacio diferente al habitual, a ese que no dejamos de repetir todos los días en nuestros desplazamientos rutinarios, obligados. Estos viajes subrogados y virtuales tienen la ventaja sobre los reales de que uno puede interrumpirlos cuando quiere y donde quiere, de volver atrás y recuperar lo que nos parece más destacable de lo que allí se nos cuenta.
La literatura sobre viajes es casi inabarcable. Desde la ‘Odisea’ hasta ‘En la carretera’ no han dejado de escribirse libros que tienen el viaje como motivo central o libros de viajes propiamente dichos, como el de Llamazares al legendario río de su infancia. «Luego, atravesando el vinoso ponto en las cóncavas naves, pudo llegar a toda prisa al elevado promontorio de Malea, y el largovidente Zeus hízole trabajoso el camino con enviarle vientos de sonoro soplo y olas hinchadas, enormes, que parecían montañas. Entonces el dios dispersó las naves y algunas las llevó hacia Creta, donde habitaban los cidones, junto a las corrientes del Yárdano. Hay en el oscuro ponto una peña escarpada y alta que sale del mar cerca de Gortina en el tenebroso ponto: allí el Noto lanza poderosas olas contra el promontorio de la izquierda, contra Festo, y una pequeña roca rompe la grande oleada. En semejante sitio fueron a dar y costóles mucho escapar con vida; pues, habiendo las olas arrojado los bajeles contra los escollos, padecieron naufragio», un párrafo como el anterior de ‘La Odisea’ reúne lo esencial de esa literatura, la descripción de un espacio en el que ocurre algo que merece ser contado y revivido una y mil veces, por lectores diferentes. Si intervienen entes fabulosos, tanto mejor, si bien no resultan imprescindibles. En algunas ocasiones basta con que lo hagan seres de carne y hueso, aunque aparezcan rodeados de un aura especial de bohemia como los personajes de Kerouac, autor que ‘En el camino’, según el crítico Leslie Fiedler, muestra la inevitable adaptación a la sociedad como una promesa siempre aplazada.
También yo me prometí muchas veces interrumpir aquellas excursiones a las que me veía arrastrado en parte, sin decidirme nunca a hacerlo (decisión justificada porque mi amigo era un pésimo conductor). Tan pronto como llegaba el buen tiempo, Javier aparecía por casa y anunciaba ruta y motivo de la excursión de aquel domingo: ver el castillo de Valencia de Don Juan, fotografiar los capiteles de San Miguel de Escalada, pisar las calles empedradas y silenciosas de Castrillo, probar el nombrado bacalao de Valderas... No pocas veces el viaje era una simple escapada hasta un punto indeterminado de la monótona carretera León-Astorga. Conducía hasta que se aburría o cuando mi expresión le decía que ya estaba bien de torturarme con sus adelantamientos suicidas. Se detenía en un motel, tomábamos un café y anunciaba que regresábamos. Nos separábamos sin demasiadas ceremonias. Del mismo modo, emprendió el último viaje a Menorca a casa de su hermano Iñaqui. Poco después de la vuelta de las Baleares moría, ahorrándome el trámite de la despedida. Hace unos meses me acerqué por el cementerio, quería ver otra vez el lugar donde estaba enterrado, porque había olvidado la fecha de su muerte. Pregunté al encargado donde se encontraba la sepultura. Miró en el ordenador y me comunicó que no constaba ningún registro con el nombre de Javier García-Sampedro. Mejor no hacer nuevas preguntas, no querer saber más de lo que nos es permitido conocer, como creo que recordó el inquisidor Deza a Nebrija. Intenté, por mis propios medios, localizar el panteón familiar, sin lograrlo. Ya he dicho que no tengo buena memoria. Aquel fallo informático parecía indicar que la fecha exacta de la muerte era lo de menos, que debía recordarle conduciendo su Fiat de color metálico, representando los dos lo mejor que sabíamos nuestros respectivos papeles, él el de cicerone complaciente y yo el de amigo fácil de complacer.
Aún está relativamente fresco –solo ha transcurrido un año– el viaje hecho en compañía de algunos primos desde Porqueros, donde paso mis vacaciones de verano, a Valbuena, un pueblecito situado a solo seis kilómetros del mío. En esta ocasión el recorrido había que hacerlo a pie, prescindir, por las condiciones del camino, de cualquier vehículo. Además, seis kilómetros se hacen en un abrir y cerrar de ojos, aunque haya que salvar varias cuestas, tampoco demasiado acentuadas. Bordeando el río Porcos y las vías de ferrocarril, adentrándose en ocasiones en el monte –cubierto de urces y escobas–, el camino, que sigue la ruta Küning, no guarda sorpresas. Entra en lo esperado, nada que lo haga especialmente atractivo. Solo el ejercicio de caminar, que viene bien a determinadas edades, parecía justificar el desplazamiento. También poder ver un pueblo que asoma en las evocaciones de mi madre de su juventud.
Y asimismo plasmar una escueta alusión poética, la de un poema del libro ‘Recuerdos y memoria’ de José Pedro Pedreira, ‘La magia de los nombres’: «En mis poemas no hablo de Pittsburg o Nebraska/ni de Bombay, Santo Domingo, Nueva Delhi, /Islas Vírgenes o Nueva York./Ni siquiera hablo de Londres o París,/ que están ahí, como quien dice./Mis viajes se reducen/ a lugares tan próximos como Suárbol/ o Balouta, en los Ancares. De ellos,/ una escritora de Madrid, Rosa Montero,/contaba una mañana en su periódico/que le habían hecho sentirse en el fin del mundo./También podría hablaros de Lugueros, Salamón,/ Campo del Agua, Oseja de Sajambre,/de Caín, Isoba o de Brañuelas (no me preguntéis por qué)./ Las Bodas y Veneros son dos pueblos entrañables/ en la comarca de Boñar./Oliegos, Riaño y Vegamián tienen una historia/oculta que puede inundar de lágrimas tus ojos. /Y podría deciros algo de Balboa, Valbuena/ de la Encomienda, Sena de Luna,/ Campohermoso, Arbás o Cerezales del Condado, /Santa Colomba de Somoza, Castrillo de los Polvazares o El Val / de San Lorenzo, en plena Maragatería./ O de las nieves de Primout en el invierno./Pero no es necesario que pronuncie ninguna palabra/más, porque sus nombres lo dicen casi todo/ y si no habéis estado nunca en ellos/ no podréis presumir de conocer el mundo».
La llegada al pueblo coincide con el discurrir tranquilo de un arroyo que cruza un puente que pone fin al camino vecinal que hemos seguido. Poco después la carretera que conduce al pueblo de Valbuena. Así lo describe la ‘Enciclopedia de León’, editado por La Crónica 16 de León: «Pueblo situado en el Oeste de la provincia. Comarca tradicional de la Cepeda. Comarca de la Tierra de Astorga. Partido Judicial de Astorga. Ayto. de Villagatón, a 5,4 km de la cap. del municipio y 1010 metros de altitud, próximo a los arroyos Valbuena y Muela, con el río Porquera. Cuenta con 19 viviendas, 7 de ellas principales y un total de 13 habitantes». Emprendimos la cuesta que lleva al pueblo precedidos por la irrupción inesperada de un cerdo que parecía querernos mostrar el trayecto por hacer y que desembocaba en el mirador donde termina Valbuena. Junto a una fuente, bajo la sombra de algunos árboles, un oportuno merendero, con mesa y bancos, frente al que se extiende un valle entre dos montes, por el que discurre el arroyo de Majada según Google. Lo más sugerente y reseñable del paisaje que llevaba visto. Quizá esa vista y lo apartado del lugar decidieron a una pareja de hippies, con su bebé, a establecer allí su residencia. El chico fue quien avisó al dueño del cerdo que el animal vagaba desorientado por el pueblo.
Al regresar, me acerqué al pequeño cementerio situado junto a la iglesia de piedra. Dejé resbalar la mirada por las sepulturas apiñadas, igual de concluyentes y silenciosas que las de cualquier otro cementerio. La puerta estaba cerrada y no pude satisfacer mi curiosidad de ver cuál era la más antigua y la más reciente. Un paréntesis que le corresponderá a otro llenar. Me había retrasado y tuve que apretar el paso para reincorporarme al grupo. Repetir un recorrido tiene algo de repaso de una asignatura, o de la segunda lectura del mismo libro. Siempre aparecen detalles que antes se pasaron por alto. Como un colmenar situado en un paraje solitario, de difícil acceso, orientado a poniente, a medio camino entre Valbuena y Porqueros. Por mi parte, no acerté con el calzado apropiado y el regreso me costó. El sol del mediodía y la falta de árboles tampoco ayudaba. Así todo, un repaso como muchos otros a la espera del resultado final de ese reseteado diario de lo vivido que nuestros sueños hacen gratis por nosotros.
En el libro citado de Norbert Bilberny se dice: «En pocas palabras, la memoria es la facultad que hace posible la experiencia y el sentido de la identidad. Sin la primera esta no es posible. Todo se volatizaría al minuto de percibirlo». Para que perduren las imágenes vividas se escriben los libros y artículos de viajes, para que podamos retener esa experiencia y no se volatilice como mis viajes con Javier. Viajar, aunque sea de una forma subrogada, ayuda a imaginar mundos posibles y asomarse a otros, factibles o encantados, a los que la presencia inesperada de un cerdo extraviado puede dar paso, sin él saberlo.
Mnemosyne y Lete
Para los que apenas nos movemos de casa, una forma de viajar este tórrido verano es leyendo o releyendo libros de viajes
15/08/2022
Actualizado a
15/08/2022

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