Juan Ramón Santos
Editorial Baile del Sol
Novela
198 páginas
15 euros
No sé si es cosa del aceite de oliva, del jamón de bellota, de las cerezas del Jerte o del pimentón de la Vera, pero he descubierto en los últimos tiempos una interesante dupla de escritores extremeños empeñados en abolir ese falso mito que asegura que es incompatible escribir literatura de género y de calidad al mismo tiempo; una pareja de escritores extremeños que se empeñan en crear territorios propios y rurales que, de alguna manera, reivindican la importancia de la España vacía que empezó a delatar hace algunos años Sergio del Molino; un binomio de escritores extremeños que, por encima de las intrigas, de las muertes o de la tensión de las tramas, sitúan la psicología, las emociones y los sentimientos de los personajes.
Uno de esos dos escritores es el placentino Juan Ramón Santos. Un autor que es como una de esas figuras geométricas de varias caras, pulidas y brillantes. Desde que conocí sus últimas obras, hace un par de años, Santos –haciendo honor a su apellido– es santo de mi pagana y literaria devoción. Y lo es por su capacidad para desenvolverse como delfín en una bañera tanto en la literatura para adultos como en la que va dedicada al público más joven, a la cantera de la lectura. Y lo es por su sentido del humor, por su manera de describir los personajes, por su capacidad para descender al subsuelo de sus pensamientos. Y lo es, porque –como se aprecia en los albores y en las postrimerías de la novela (y también en alguna pincelada interior)– admira a Gonzalo Hidalgo Bayal, ese mago de las palabras que fue capaz de escribir una obra tan antológica como ‘Paradoja del interventor’. Y lo es, sobre todo, porque escribe endiabladamente bien.
Por eso hoy, aunque no tan bien como lo hace él, voy a escribir sobre su último libro, ‘La muerte del Pinflói’. Una novela en la que, como en casi toda la literatura de intriga que se precie, hay un cadáver inicial, unos investigadores y alguien que busca que se resuelva el caso. El fiambre es Paulino, alias Pinflói, alias Aquarius. Los detectives son El Endocrino y Constante. Y la persona que desea saber quién ha matado a su hijo es Adela, una anciana recluida en un geriátrico que quiere que sus pensamientos, como el cuerpo de su vástago, descansen en paz.

Demuestra también Juan Ramón Santos en las páginas preliminares su propensión a la literatura de Sir Arthur Conan Doyle, y sigue su estilo narrativo, convirtiendo a Constante en su Watson particular, y encargándole de referir con precisión y justeza todos los pormenores de la investigación, así como los estados de ánimo, que van desde la euforia hasta el abatimiento, por los que pasan los protagonistas.
Si se introdujeran todos los ingredientes de la novela en una coctelera y se agitaran, se podría recelar de que el resultado final no fuese demasiado gustoso, ya que Santos combina lo religioso con lo exotérico, lo científico con lo zodiacal, lo bíblico con lo astrológico, la pasión por la Semana Santa con la fascinación por el rock. Pero, aunque parezca inexplicable, el combinado resultante es solvente y grato de disfrutar.
Cimenta su autor la novela en una narración sembrada de extensos párrafos por encima de los diálogos, a los que acude solo en momentos o situaciones imprescindibles, logrando así dotar a la historia de un ritmo que impide detener la lectura. Y lo hace sin recurrir a personajes rutilantes, sino más bien a seres marginales, a dementes y a yonquis a los que la vida no ha tratado bien, pero que –como ocurre con el Pinflói– se pueden convertir en iconos póstumos y merecedores de conciertos de heavy metal que enaltecen su pasado o en inexplicables referentes para las nuevas hornadas juveniles, por más que sean supervivientes de una generación perdida, «residuos de un tiempo de filminas y esperanza eclesiástica», héroes capaces de inmolarse para que el mundo no desaparezca.
Tampoco los escenarios corren mejor suerte. En esa diócesis imaginaria de Pomares, en el ficticio valle del Cárdeno, donde se asientan municipios figurados como Aldeacárdena, El Pedregal, Ochavia o Labriegos, emergen secaderos degenerados en secarrales, polígonos industriales sin industria, grandes fincas que antaño fueron fructíferas y en las que hoy solo florecen terrones de arena o barrios que otrora fueron históricos y ahora son fortín de camellos y narcotraficantes.
Pero, en contraposición, y para aliviar tensiones, surgen personajes tiernos y divertidos como Juanín y sus reveladores acertijos o guiños que homenajean a otros grandes de las letras pacenses, como cuando Santos compara la investigación con «juegos de la edad tardía».
Y todo ello para convertir la resolución del caso en un jardín con senderos que se bifurcan y en los que, conforme avanza el itinerario investigador, importa más el motivo que el causante, el porqué más que el quién. Y así hasta llegar a un desenlace que quizás no deje definitivamente tranquila la conciencia de una anciana, que intuye más por madre que por sabia. Un desenlace sin demasiado misterio o que aglutina todos los misterios del mundo.
José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.