Mi amigo Iñaki

Por Agustín Berrueta

22/05/2016
 Actualizado a 03/09/2019
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Hace unos días, Carlos Soria, a sus 77 años, coronó su duodécimo ochomil; nada más ni nada menos que el Annapurna. Inevitablemente, me acordé de mi amigo Iñaki. Se me hace raro llamar amigo a alguien a quien ni siquiera conocí, y más teniendo en cuenta el valor que le doy a la amistad. Pero, por raro que me parezca, eso es lo que siento: me siento amigo de Iñaki aunque, más propiamente, debería decir que me hubiera gustado serlo y lamento no haber tenido la oportunidad de que fuera así. Es una amistad virtual –pero sincera–, de golpe y ‘a primera vista’, como un flechazo amoroso. Y ya que ni yo mismo me lo explico, trataré, al menos, de contar cómo ocurrió.

Tengo más de 60 años (¡la leche!) y aunque soy un enamorado de la montaña desde los 17 que mi hermano Jose me llevó a la primera, nunca he pasado de ser un senderista dominguero. Dominguero y cansino, y cada día más, ahora que las montañas me parecen cada vez más altas; las cuestas, más píndias, y el aire más escaso. Siempre digo que sé lo que se siente al coronar un ochomil y que te falte el 50% del oxígeno: cuando estoy subiendo la arista somital de Peña Valdorria (que, en lengua vernácula, significa ‘la más bella’), doy diez pasos y tengo que detenerme cinco minutos a recuperar el aliento con el corazón saliéndoseme por la boca; otros diez pasos y cinco minutos más, y así durante lo que me parecen horas...

Parafraseando a Maurice Herzog, el primer tipo que subió un ochomil (y se dejó los veinte dedos en el empeño, yo por lo menos los conservo todos): «Hay otras Valdorrias». Por eso, los picos que no puedo subir y las aventuras que no puedo vivir, las suplo leyendo libros sobre montañas y montañeros. Más sobre montañeros que sobre montañas, porque me importa poco cuánto mide un peñasco que, por muy alto que sea, no va a ser más bonito que ‘La más bella’, ni si tiene mayor o menor desnivel o dificultad. Tampoco me importa mucho quién lo subió primero, por dónde lo hizo, cuánto tardó o cuantas cuerdas, clavos y mosquetones utilizó.

Lo que quiero que me cuenten es lo que sienten esos tipos cuando pelean contra la fuerza mineral de una roca gigantesca. Me interesa lo que piensan por la noche mientras ruge el monzón fuera de la tienda y dentro sólo están ellos y su soledad, sus miedos, dudas, e inseguridades, pero también el coraje, la firmeza y la determinación.

Y de todos los libros que he leído, en los cuales se narran las mayores gestas de este deporte, ninguno me ha causado tanta impresión, ninguno me ha parecido tan cálido y emocionante como el que escribió Iñaki. Iñaki es Iñaki Ochoa de Olza y hace justo ocho años, bajando del Annapurna (que en lengua sherpa quiere decir ‘la que es casi tan bella como la más bella’), sufrió un derrame cerebral que lo dejó postrado e indefenso a 7.400 metros. Cómo sería la talla humana de Iñaki que varios alpinistas de élite (y amigos) se jugaron la vida para intentar lo imposible, y no quisieron dejarlo solo durante los cuatro días que aguantó su corazón. Murió con cuarenta años, un 23 de mayo, seis días antes de su cumpleaños.

Iñaki estaba escribiendo sus memorias de montañismo, que vieron la luz dos años después ('Bajo los cielos de Asia', Saga Editorial). No sólo es que el libro esté bien escrito, sin esas falsas épicas y frases ampulosas tan típicas cuando se quiere mitificar una aventura, es que rezuma sinceridad, fuerza y credibilidad. Y no se limita a contar sus ascensiones y peripecias, sino que aprovecha cualquier ocasión para exponer su filosofía de la montaña, que es su filosofía de la vida, del amor y de la amistad, y habla sin tapujos de lo mejor y de lo peor que se ha encontrado en las montañas de su vida.

Conmueve especialmente leer el relato de los rescates en los que participó, olvidándose a veces de una cima deseada, para salvar una vida, sabiendo (nosotros) lo que él no sabía entonces (aunque era consciente de esa posibilidad): que el destino y la montaña le tenían reservado su propio y fracasado rescate.

Iñaki ha escrito su particular ‘Confieso que he vivido’ en un lenguaje sencillo, directo y y honesto, como si se lo estuviera contando a su familia y a sus amigos. Leyendo a Iñaki es imposible no querer ser su amigo. Es imposible no quererlo y no llorar su ausencia. En palabras de Whitman: «El que toca este libro, toca a un hombre».

Agur otra vez, Iñaki, nos vemos en los cielos de Valdorria.

P.S.: A Iñaki le gustaba mucho Bob Dylan y le queda como un guante la canción ‘Forever Young’.
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