Memorias de un hombre invisible

Cierra uno de los locales más mágicos de la ciudad, el anticuario de la calle Cantareros

Bruno Marcos
08/02/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Interior de la chamarilería de la calle Cantareros. | MARIO PAZ
Interior de la chamarilería de la calle Cantareros. | MARIO PAZ
Hubo, que yo recuerde, hasta tres pianos afónicos. Todo el techo poblado de lámparas de araña unidas por banderines de fiesta. Radios mudas, relojes parados, un samovar, una sopera rosa, un reclinatorio, un largo banco de iglesia, vajillas incompletas, juguetes infantiles que lo fueron de los que están en el cementerio, un casco alemán, varios anteojos, todo un repertorio de lámparas de pies torcidos, mesas cojas de todas sus piernas, sillas tristes y desorientadas que se reunían como gacelas perdidas de dos en dos y de tres en tres, esculturas pequeñas, lánguidas, cariátides de bombillas fundidas, bibelots, periódicos amarillos, toda suerte de piezas de colección desperdigadas, cosas que iban en grupo por la vida y ahí estaban solitarias, rebaños de libros, un Cristo de ataúd que compró el editor intrépido con el que prometió –sin cumplirlo– volver siempre.

No sé cuándo, ni cómo, se multiplicaron sin parar la cosas. Lo muy lleno llegó a cotas inimaginables, quintaesenciando el ‘horror vacui’. No se podía estar de pie sin adoptar extrañas posturas en la jungla de cachivaches. Nada se vendía, o muy poco, pero todo lo descartado de la urbe aspiraba a entrar en aquel asilo. Calle Cantareros, número 3, un limbo mítico entre las cosas viejas, el comentario de todos los gatos vagabundos de los tejados del barrio de Santa Ana.

Su dueño fue creando algo más que una tienda, más que una chamarilería, más incluso que una escenografía, era un lugar mágico. No se trataba simplemente de una acumulación de objetos viejos, de restos de casas desmanteladas o del Rastro, todo estaba pensado, sentido, situado en un lugar en relación al resto y provocaba toda una experiencia. Pusieras donde pusieras la mirada había un ‘Carpe diem’, un ‘Tempus fugit’, un ‘Finis gloriae mundi’, un ‘In ictu oculi’, una plenitud pasada, una reflexión barroca, una conclusión clásica.

Lleva diciendo que cierra desde que le conozco, hará ya más de cinco años. Una mañana solitaria de un día laborable, con sol invernal, me llevó Larsen a su local cuando aún estaba sentado al fondo en un diván, bajo un espejo de dos metros, el esqueleto de tamaño natural. Enseguida me di cuenta de que había traspasado los umbrales del tiempo, que, más allá de esa puerta pintada de un verde que no aparece en las cartas de colores, no habría nada que tuviera menos de veinte o treinta años, nada que fuera ya útil.

Todo lo viejo, lo desechado, lo que lució y lo que fue curioso estaba allí acogido por un hombre alto, lento, de barbas y cabellos bárbaros, vestido de antaño, lleno de elegancia, cortés, aristocratizante, sonriente y sin teléfono. Su conversación no paraba nunca. Salía afónico y con los pies doloridos de sus tertulias, nos daban las tantas hablando entre aquellos restos, como si fuéramos también nosotros las sobras del mundo.

Todas sus ideas iban vertebradas en la trapería, en buscar en lo olvidado lo que aún valdría aunque sólo fuese un rato más. Mostraba una bonhomía rayana en la santidad. Un día, estando yo allí, conmovió a un gitano del Rastro que entró a dejar en depósito un puñado de monedas al verle regatear a la inversa, anticipándose a bajar el precio de lo que vendía.

Era inevitable que pensásemos que el buen ermitaño viviera en la chamarilería y que, por las noches, se hiciera su cama extendiendo un jergón entre sus muebles de polilla poniéndose, luego, a leer ‘Jarrapellejos’ a la luz de una bombilla de esas que duran cien años.

Cuando hacíamos allí nuestras presentaciones librescas de pronto toda esa materia de olvido se reorganizaba por unos minutos para irradiar lo mejor de ella, su poquito de brillo de cuando no era una antigualla, todos los cacharros se avivaban y se ennoblecían como si sus fantasmas quisieran ayudar a nuestras letras.

Él, que prestaba atención a todo, no se entusiasmó nunca con nuestras ambiciones literarias y, sobre todo, nunca aceptó que ese local suyo, como le decíamos, fuera arte. En las presentaciones él desaparecía. No en vano, detrás de su sitio privilegiado, donde se parapetaba tras los libros que tenía para él reservados y que nunca vendería, estaba el cartel de la película ‘Memorias de un hombre invisible’.

Ayer supimos del cierre definitivo del local mágico de la calle Cantareros. Puede ser que aún lo encuentren abierto. Vayan.
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