Méliès, el encantador

Bruno Marcos analiza la exposición de la Fundación La Caixa ‘Empieza el espectáculo. Georges Méliès y el cine de 1900’, que se clausura este viernes

Bruno Marcos
17/01/2017
 Actualizado a 12/09/2019
En el quiosco de juguetes y golosinas en la estación de Montparnasse. | MAURICIO PEÑA
En el quiosco de juguetes y golosinas en la estación de Montparnasse. | MAURICIO PEÑA
Por no investigar la biografía del director Georges Méliès desconocía uno que, antes de cineasta, había sido mago. Sabiéndolo se entiende mucho mejor por qué inventó el cine como lo conocemos hoy en día, como ilusión.

Los creadores de la técnica cinematográfica fueron otros, los hermanos Lumière, que se vieron satisfechos con colocar la cámara, recién construida, a la puerta de una fábrica para filmar a los obreros saliendo de ella o la llegada de un tren a una estación ferroviaria. Pero fue el mago Méliès el que comprendió, al ver el hallazgo, que en ese velocísimo instante entre un fotograma y otro podía obrarse el gran engaño, el truco sublime, la evaporación total del tiempo.

Méliès inventó la ilusión cinematográfica e inauguró la historia del efecto especial con el primer truco esencial, cortar y pegar, es decir montar, editar la cinta de celuloide suprimiendo el tiempo en el que ocurren sus tejemanejes. Así desapareció, por primera vez, una persona ante los ojos de sus espectadores de entonces con total verosimilitud. Pero también descubrió muchos otros trucos. El propio Méliès, que era un auténtico hombre orquesta dentro de sus producciones, actor, dibujante, escenógrafo y varias cosas más, se tomó como protagonista de varios cortometrajes y se quitó la cabeza en uno y la hizo levitar ante él mismo, o la infló en otro como si fuera un globo, o la lanzó a un pentagrama musical para componer con ella enormes notas suspendidas en el aire.

El cine en sí es una ilusión óptica. Una vez descubierta la forma de hacer fotografías, al conseguir fijar la escritura de la luz, apenas transcurrieron unas décadas para que apareciera el cinematógrafo que las proyectaría a una gran velocidad, a razón de veinticuatro por segundo, para que se fundieran en nuestras retinas haciéndonos ver la representación en movimiento como la vida misma, hasta el punto de hacernos dudar si las películas no son tanta verdad o más verdad que la verdad.

Si aquellos primeros espectadores del París de 1895, a los que convocaron los hermanos Lumière, salieron despavoridos de la sala de proyección, creyendo que la locomotora filmada les arrollaría, pocos años después, cuando vieron las películas de Méliès se quedaron pegados a las butacas comprendiendo que lo irreal les ayudaría a sobrellevar la vida real.

Toda la exposición, que está montada en unos barracones impecables al lado de San Marcos, es deliciosa, porque la propia biografía de Méliès parece ya una película de Méliès. Él iniciándose en las bellas artes, en la magia, en el teatro y en el cine, en un mundo en el que estaban tantas cosas por inventar. Incluso su fracaso es una historia adorable, los más de diez años en los que, arruinado y olvidado, viudo, enfermo y pobre, le dan por muerto y los pasa regentando una pequeña juguetería en la estación de Montparnasse, enamorado de una antigua actriz de sus películas. Hasta allí le brilla la buena estrella y le reconoce un periodista para acabar sus últimos años con honores.

Se pueden ver en la muestra sus magníficos dibujos o los vestuarios diseñados por él. Y lo más bonito de todo la preciosa maqueta de su estudio, que era una nave totalmente transparente de cristal para aprovechar la luz natural durante los rodajes. Y no es bonita sólo como objeto sino como motivo para que el visitante se imagine mirando desde fuera toda la actividad creativa que en su interior hubo, toda esa ilusión, los acróbatas y los contorsionistas, los actores aún con gestos muy teatrales vestidos de las más raras maneras, los escenarios recortados, móviles, articulados y pintados, y, al fondo de la galería transparente, el camarógrafo sin parar de grabar. Todo ello para crear escenas tan fantásticas como las del viaje a la luna cuando no se sabía casi nada de la luna.





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