Mariano Gutiérrez. Azul en su cielo y el azul a sus pies

Por Gregorio Fernández Castañón

09/05/2024
 Actualizado a 09/05/2024
Mariano Gutiérrez, entrevistado en León. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
Mariano Gutiérrez, entrevistado en León. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

El cero geodésico de este país se encuentra en Alicante. Tierra de turrones (duros y blandos) y tierra de aceite de oliva virgen extra (de color verde oro) y de vinos que acercan el Mediterráneo al paladar. En Alicante el nivel del mar es blanco, como el nombre de la Costa, y sus aguas saladas son azules, como las tejas de la cúpula, la linterna y el campanario de la concatedral de San Nicolás. La puesta del sol, en Alicante, pinta con deseos húmedos los labios de los enamorados y llena el horizonte de mechones anaranjados y rojos que agitan con sus alas las gaviotas. 


Justo allí, en Alicante, habita un hombre de León. Tierra de cecina (la mejor del mundo), de chorizo y de morcilla. Y tierra de pimientos morrones (de Fresno de la Vega), de plumas de gallo para la pesca (únicas, del Curueño), de mantecadas (de Astorga), de hojaldres azucarados (de Boñar), de quesos (de Valdeón) y de excelentes vinos. 


En Alicante y en León –para que nadie se ofenda– hay días en los que la historia se reúne buscando la sombra del sol o el calor del fuego, y se aprovechan las horas para alabar, en voz alta, sus muchas bellezas arquitectónicas y paisajísticas, así como para saborear las ricas viandas no enumeradas en los párrafos anteriores.


Llegado a este punto, tenéis que comprender que tan larga introducción se debe a la emoción que me causa rescatar para este listado de ‘Escultores leoneses en mi camino’ a un hombre que vio la luz en Venta de los Ajos (entre Santibáñez de Porma y Puente Villarente) y que, por circunstancias de la vida, tuvo que detener sus pasos allí por donde el escultor Vicente Bañuls (1866-1935) «plantó» –en Alicante– el emblemático ‘Monumento a los Mártires de la Libertad’ (inaugurado en 1907 y destruido por los enemigos de los sueños libres, de la paz y del arte en 1939). Y con la emoción –no sé si os habéis fijado– he extendido una florida alfombra y llenado de color la tinta negra por donde, ya mismo, ha de pisar Mariano Gutiérrez.

 

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‘Reflejos de dos ríos: Porma y Curueño, obra realizada en metal brillante. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Mariano busca el calor de la tierra para extraer el barro; por las canteras escoge las piedras idóneas para convertirlas en volúmenes con «vida propia», y con la ayuda del fuego vuelve dócil el hierro. A veces, eso también, busca la transparencia (o no) del vidrio para poner voz a sus peculiares sueños. Es, para que nos entendamos, un escultor de raza que utiliza sus manos como herramientas transformadoras para ofrecer al mundo todo un recital de buenas sensaciones.


Mariano me habló de sus comienzos, aunque para ello tuvimos que retroceder a sus años de juegos infantiles. «Cuando mis padres me mandaban con el ganado –me dijo–, yo aprovechaba aquellos ratos para hacer… cosas mías: con el barro que iba encontrando hacía figurillas que, más tarde, dejaba entre las brasas del fuego o metía en el horno de mi madre en un intento de conseguir el milagro de la inmortalidad. ¿Te lo imaginas…? La mayor parte de mi obra (y recalca «obra» con un tono especialmente jocoso) se transformaba en… una ruina total. Pero yo, «erre que erre»: lejos de desanimarme, lo volvía a intentar».


Aquellos intentos fraguaron definitivamente en la Costa Blanca –en Alicante– cuando, allí, «tuve la suerte –me aclaró– de encontrar a un verdadero maestro. Fueron cuatro años bien aprovechados en los que aprendí todos los secretos que encierra la maravillosa técnica del barro». 


Con aquel aprendizaje, complementado con otros relativos al tallado de la piedra o de la madera, el vuelo de Mariano Gutiérrez encontró su propio destino y su sello personal o estilo. 


Y hablando de estilo, al mirar sus obras, yo veía en ellas una especial belleza, tal vez motivada por la simplicidad de sus formas y elementos, sí, pero al mismo tiempo sentía un aire nostálgico en su contemplación, algo así como si estuvieran pensadas para causar en el espectador un estado de cierta angustia. Y se lo comenté.


«En parte llevas razón –me dijo–. Algunos de mis personajes «sufren auténtica tortura» o, al menos, esa es la idea que pretendo plasmar en ellos. Es, en cierta medida, una manera de reflejar esos terribles momentos que, a veces, todos padecemos. Sin embargo, con otras esculturas mis pretensiones son menos drásticas: quiero que la vida, en ellas, sea como un puente; ese puente que hemos de cruzar a lo largo de nuestra corta existencia».


Bien. Pues hasta llegar al final de ese «puente» al que se ha referido el artista, antes de pisar incluso el polvo del camino, mucho antes, continuamos disfrutando de los verdes valles y de la transparencia, fresca, de las aguas procedentes de los arroyos y de los ríos que se alimentan de la lluvia y de la nieve. Esto es León. Y aquí me detengo para aprovechar el viento a mi favor y, sin moverme del sitio, poder subir hasta la cuna de mi nacimiento con la ayuda artística de Mariano Gutiérrez. Aprovechar, primero, la alegría que me causan las risas y el baile de las nereidas y, después, para lanzar al eco de las montañas una pregunta muy nuestra: «¿hay quien luche?». 


‘Reflejos de dos ríos: Porma y Curueño’ es el título de una pieza artística de Mariano Gutiérrez. Realizada en metal brillante, en ella el artista quiso representar los perfiles y los trazados de los dos ríos que nacen en fuentes distintas; en la distancia, caminan en la misma dirección y, al final, deciden unir sus fuerzas, con amor, para continuar el viaje juntos. ‘Reflejos de dos ríos: Porma y Curueño’ es además un documental corto que, basándose en la citada obra, va regalando a los espectadores unas vistas paradisíacas a través de la voz de Raúl Gutiérrez Ruiz (el hijo del artista), que recita un precioso texto de David Fernández Villarroel (leonés, de Tejerina, catedrático de Lengua y Literatura, narrador y poeta). Esto es León. 

 

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‘Lucha leonesa, caída’ con esquirlas de hierro fundidas sobre cerámica de gres. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

En León la lucha leonesa no busca rivales sino amigos. Y los dos «gallos», escondiendo sus mañas bajo el pantalón corto, se disponen a alcanzar la gloria y el honor (para el vencedor), sin subestimar la derrota y la nobleza del contrario. Así, de esa forma, Alicante y León-León y Alicante, vuelven a encontrarse a través de La lucha leonesa. Una colección de piezas realizadas por el maestro, quien demuestra ser un gran conocedor en la puesta de los cinturones, de los movimientos y de las caídas que ocurren en uno de nuestros deportes autóctonos. Mariano, en esta serie, utilizó el gres para representar a sus luchadores leoneses, salpicados muchos de ellos por un azul intenso, similar al color de las tejas de la cúpula, la linterna y el campanario de la concatedral de San Nicolás, de Alicante (no sé si ahora entendéis mejor la introducción de este artículo).


Y ya, casi, al final del recorrido…


–He visto, Mariano, que en alguna de tus exposiciones colocas tus esculturas con los personajes dando la espalda al espectador. ¿Por qué?
–Realmente pienso que quien te mira a la espalda comprende mucho mejor la fuerza que se necesita para avanzar y mantenerse vivo. Tienes que entenderme. En mis piezas escultóricas busco un motivo más: destacar en mayor medida la expresividad de los músculos.


Detectaba los músculos, sí, pero también los brazos alargados y los cuerpos sin rostro y vacíos de órganos. Veía personajes que se abrazaban o que caminaban encorvados; hombres y mujeres que luchaban contra el viento, sin perder del todo el equilibrio, y descubrí la existencia de posturas incómodas que reflejaban dolor o, simplemente, mostraban los deberes que les obligó a realizar el circo de la vida o el deporte de más riesgo. 


Sentí con sumo interés la presencia de esa sinfonía de arpegios en la viva voz de toda una orquestada manipulación de materia: madera, piedra, gres, metacrilato, metal, vidrio… Me gusta, en fin, la metafísica que emplea y resuelve en su obra Mariano Gutiérrez, el leonés de Venta de los Ajos, que nació mirando a lo alto para descubrir el color azul del cielo leonés y ahora habita por encima de las aguas de un mar azul, a la altura del blanco cero geodésico.
 

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