Me refiero, naturalmente, a la gran poeta berciana Manuela López Gª, quien parece que poco a poco va alcanzando el lugar que merece en nuestra literatura, recientemente incorporada a esa lista de nombres que conforman la nómina de mujeres ligadas de alguna forma a las «sinsombrero» españolas, mujeres de las generaciones del 27 e incluso del 36, entre las que ella quedó como una de las que se vio sometida a ese duro exilio interior que dificultó la proyección pública de su obra, una obra de la que hoy no vamos a hablar (les remito para ello a las tres publicaciones que desde 2021 han visto la luz en torno a ella desde la Editorial Lobo Sapiens y que nos acercan no solo a su biografía, sino también a su obra rescatada, en más de dos tercios de su conjunto publicado, totalmente inédita). Y no lo vamos a hacer porque hoy toca recordarla como esa poeta generosa que, siempre que había ocasión para ello (un nacimiento, una pérdida, un homenaje, un aniversario, o simplemente la celebración de un encuentro o visita), obsequiaba a quienes se le acercaban con versos con los que celebraba su amistad, su admiración e incluso su reconocimiento. Y hoy, en un día especial, yo pretendo que ese reconocimiento sea para ella y que a través del mismo la tengamos un poquito más presente.
Y sí, sucedió un 30 de junio de 2010. En una pequeña población del
Bierzo, Cacabelos, nacía la segunda hija de Silvino López y Victorina García. Con el tiempo, Manuela recordará así su nacimiento, en una sinopsis literaria que nos deja durante su residencia en Astorga, entre 1985 y 2002:
«Nací un 30 de junio, bajo el signo de Cáncer. Pienso que aquel día debía de hallarse la esfera terrestre en desequilibrio y que imperaba el hada maligna sobre las demás hadas estelares, esa que concede los dones negativos».
En otros apuntes esa circunstancias será algo más escueta al tiempo que aséptica:
«Nací en Cacabelos (León), el día último de un junio muy lejano, bajo el signo de Cáncer».
También recordará poéticamente ese nacimiento y sus primeros años de vida en una ‘Autobiografía’ que resulta muy expresiva y que comienza de la siguiente manera:
– «‘Es una nena, pero muy feíta’-
dijo la partera
aquel día del mes de junio
en que nací
en un año cualquiera.
Tuve infancia
sin cochecito,
y las canciones de cuna
teñían de bruma
mi sonajero.
Guardo un dolor hondo
de mis padres
y veo arder mi casa en la noche (..)»
(De ‘Autobiografía’)
Siendo la poesía toda su vida, ese rayo de esperanza que le permitió sobrellevar todo los obstáculos que la vida sembró a su paso, nos recuerda su llegada a la misma de la siguiente manera:
«Durante este tiempo, y al impulso del dolor, brotó en mí aquella semilla poética que llevaba dentro y que yo desconocía. Solo sé que, cuando era pequeña no podía pasar sin dejar de ‘echar el verso’ en el día de los Reyes y en las Flores de Mayo, que eran las dos fechas en las que se declamaba en las iglesias de mi pueblo. Claro que casi nadie me oía (...) Pero yo tenía que recitarlo por encima de todo, pues me hubiese costado una enfermedad el no hacerlo.
(...) fue un gran dolor la catapulta que lanzó al viento mis modestos poemas. (...)»
dolor que se refiere al causado por el asesinato de su marido a manos de los falangistas, allá por septiembre de 1936, estando ella embarazada de cinco meses. Y desde ese mismo momento se desató en ella un torrente de palabras, traducidas a versos de inigualable hermosura que le sirvieron de bálsamo, de improvisado confidente de todo aquello que, por supervivencia propia y familiar, se veía obligada a callar «ante los hombres». También sus poemas fueron un regalo personal (el más preciado porque partía del corazón) para quienes llegaban a su vida tanto desde la cotidianeidad como desde las propias artes, creando con muchas de sus destinatarios lazos indisolubles que han permanecido en el tiempo, en una perfecta simbiosis de amistad y de respeto.
Cualquier disculpa le servía a Manuela para celebrar, para celebrar la admiración y/o la amistad de la que iban surgiendo poemas que le permitían sentir esa cercanía con los personajes que ella quería y a los que admiraba, como estos versos de uno de los poemas que le dedica a Antonio Pereira:
«No fue la lluvia, no. Fue que la fuente
a impulsos de la rosa, por tus venas,
forjadora de alturas, dejó llenas
las fibras de tu ser, de sol naciente (...)».
(De ‘Fue que la fuente’)


Podríamos llenar con estos versos testimoniales de Manuela López García y con los que a ella le dedicaron, junto a palabras en dedicatoria, artículos y demás, páginas y páginas, pues Manolita fue, en su día, poeta homenajeante a la par que homenajeada. Hoy también yo he querido celebrarla, en este nuevo aniversario de su nacimiento, con estas línea, que cierro con los últimos versos de un poema rescatado de la Revista Aquiana, en la que ella participaba habitualmente (¿Será casualidad que el nombre de su autor coincida con el de su primer marido y gran amor al que ella no pudo olvidar en toda su vida?:
«(...) «Ay, que nunca se sabe
cuándo la fuerza oscura de la vida
asciende hasta la punta de las ramas,
hasta que el tiempo hace
que revienten las rosas».
(De ‘Reventaron las rosa’, de José Núñez (Pepín). Quereño)
Y ese es mi deseo para hoy, 30 de junio de 2023 en el que Manuela podría estar cumpliendo 113 años, que sus versos y toda su identidad poética florezcan ante nuestros ojos y nuestra sensibilidad como «revientan» las rosas con el calor del verano.
¡Allá donde estés, Manuela, felicidades y mil gracias por ese hermoso legado poético que nos dejaste! Seguiremos celebrándote a través de tus versos.