La ventana de un pueblo es una fusión platónica de humanidad y naturaleza. Museo del Prado, Louvre, Capilla Sixtina… sí, genial, pero saca la cabeza por ella, mentecato. Mirarla, correr la cortina y otear como todo ello se funde en una imagen. La que da al exterior, calles desgastadas por los siglos, casas vetustas reformadas o derruidas, esos portones tan cazurros, huertos amplios esperando a ser segados y al fondo laderas vastas o tierras que ya van adquiriendo el amarillento. La que da al patio, dominado por el adobe y épocas pretéritas, esqueleto de un legado familiar, con sus herramientas y fantasmas de tíos, abuelos, bisabuelos… sombras diseñadas por el perfil de la casa. Ni demasiado cemento y personas-hormigas, ni demasiada hibridación taciturna. Los hay que adoran la soledad de esto último, o el silencio atronador de los pueblos más abandonados día tras día. Y dos huevos duros, pero lanzados a la cabeza de estos.
Ahora que el clima se transforma en agradable, el frio nos va abandonando por fin, es cuando los pueblos comienzan a adquirir el brillo de su época. En los anocheceres se ven ya esas puestas de sol anaranjadas; tormentas y borrascas inesperadas aparte, empezamos a tener que ir más ligeros de ropa porque el bochorno empieza a dar los primeros pasos; las personas salen con una sonrisa en la cara porque las hibernación está terminando; las aves entonan sus trinos y los grillos protagonizan las noches bajo un manto estrellado envolvente y galáctico; vuelve la vida, la mejor vida, la del pueblo en verano.
Decían durante y tras la pandemia que dentro del terror vivido, esta era una oportunidad para la España vacía, ese donut de despoblación al que se refería el creador del término, Sergio del Molino. La sociedad se vio encerrada en espacios pequeñajos, encarcelados por un virus asesino, y algunos se refugiaron en segundas residencias, otros hicieron lo propio pasado lo más crudo de la catástrofe. Vivimos un trauma, por lo que el espacio y alejarse de la urbanidad era una necesidad mental. Volvimos a nuestros lugares, muchos de los cuales familiares, en cuanto se presentó la ocasión. Lo hacemos año tras año, cuando estas tierras se convierten en el centro neurálgico del descanso y disfrute. En esos meses se realizaba con mayor gozo, o durante más tiempo.
Esa oportunidad que algunos lanzaban al aire quedó estancada, como un pensamiento utópico de lo que podría haber sido si se exploraran medidas más allá del teletrabajo. Esta posibilidad destruía muchas murallas que, aunque en determinados no era posible, daba la alternativa a alejarse de las ciudades porque la presencialidad podía ser nula o rotativa. Pero nada más, eso fue todo a pesar de que desde Europa llovió dinero a través de los fondos de resiliencia, que llegaron a los pueblos, sí, pero escasos y para obras menores; parchear. La ruralidad y las aldeas necesitan de unas reformas estructurales que los acerquen a la modernidad, que inciten a las personas a regresar a su origen. Poder teletrabajar requiere de un internet más que decente, y a la mayoría de estos rincones no ha llegado ni la fibra óptica; y nada asegura que la que instalen en el 2040 no sea de la calidad de un bazar. Infraestructuras, vías públicas, conectividad entre poblaciones, carreteras que puedan tener tal denominación… cuidar y adaptar, no creo que sea un plan de gestión tan innovador.
Las personas que tienen pueblo, vuelven a ellos en cuanto la época vacacional es lo suficientemente extensa; trabajan sus casas con el fin de dejarlas habitables para lo que pudiera venir en el futuro, van reformando y creando un hogar manteniendo la esencia las raíces familiares; los chavales entregan a estos lugares el periodo más valioso y trabajado, el verano, crean grupos enormes en los que poco importan diferencias o edades, simplemente la unión, la camaradería; los bares se llenan, los teleclubs también, las fiestas de pueblo se abarrotan de personas disfrutando del premio, en las piscinas hay niños, adolescentes y padres, desbordan los planes, quedadas, juntanzas, bicicletas, deportes…; y a ello se le añade una desgracia que incita a querer volver. ¿Por qué no se hizo nada? ¿Por qué no se aprovechó el espíritu intrínseco y esta oportunidad? ¿Por qué si las personas quieren, los gestores no?
Las administraciones y demás, se quedaron quietos, como tiesos, expectantes a que esos hijos y nietos de los que antes los poblaban, se volvieran a las ciudades; se les detectaba hasta molestos con estas presencias, con que se masificaran los pueblos. Aquel chivo expiatorio de los madrileños. No quiero, pero creo que estos dirigentes y parte de sus ciudadanos priorizan egoístamente su soledad iluminadora a la toma de decisiones que reviertan la muerte de los pueblos. Mejor que no haya tanta gente, mejor la intimidad de los pocos, mejor que no hagan tal carretera que una con tal pueblo, mejor que no pongan antenas de telefonía por las ondas cancerígenas... Valen la pena menos posturas y decir abiertamente que prefieren la muerte de los pueblos porque más allá de la muerte propia les importa un comino.
La semana pasada me encontré con una de esos actos impúdicos, tan desvergonzado como indecoroso. Recorro en muchas ocasiones el breve trayecto entre Represa y Villamayor del Condado, con tanto bache que nadie podría calificarlo como carretera; cuántos casos hay así por estos lares. La solución del Ayuntamiento de Vegas, tras años de dejación y negligencia, fue parchearla y convertir los agujeros en montículos de un supuesto asfalto que desaparecerá tras el paso de un verano y un invierno. Material que seguramente les sobró de otros arreglos más cercanos a la ciudad. Experiencia que tenemos sobradamente vivida en Valdefreno, donde esa grava, que destruye los bajos del vehículo, ya se ha desvanecido. Situaciones que delatan; frente a la muerte de los pueblos, parches y a tirar.
Los pueblos son valiosos, es el origen, es el pasado como personas y familias, en los que refugiarse, relajarse o abstraerse de una cruda realidad. Es el rincón al que regresamos, al que queremos volver porque sentimos que el hogar está en esas paredes, en esas calles, en ese adobe. El lugar en el que muchos de nosotros hemos alcanzado lo más cercano a la plena felicidad. El lugar en el que nos encontramos a nosotros mismos. El lugar en el que se han conseguido las mejores amistades, o más, el grupo verdadero. El lugar en el que tu familia es mi familia. El lugar que nos vio crecer. Nuestro lugar.
Mi gata cumplió un año en marzo, y su mayor afición, aparte de comer, es mirar por la ventana. Mira, mira, mira y mira. Observa y otea el horizonte como esperando que aparezca algo, alguna novedad, alguna noticia, algún movimiento. Se pasa horas en las ventanas, no sé si pensando, reflexionando o simplemente contemplando ese cuadro que parece pintado en lienzo. A veces ve algún pájaro u otro gato y se obnubila, pero en escasas ocasiones. Ahora que llega el verano podrá mirar y ver. Ahora que el verano está cerca, los pueblos amanecen y las personas vencemos por unos meses a esa muerte a la que los abocan. Siempre nos quedará el verano, para disfrutar en el lugar en el que realmente somos felices.
El lugar en el que realmente somos felices
Los pueblos son valiosos, es el origen, es el pasado como personas y familias, en los que refugiarse, relajarse o abstraerse de una cruda realidad
11/05/2025
Actualizado a
11/05/2025

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