Ya entonces era el responsable musical de Covent Garden, cargo en el que ha cumplido 21 años (el más antiguo de la historia de la compañía) y que dejará en 2024 para ocuparse de la London Symphony Orchestra. Por eso, en enero de 2022 fue tan aplaudido su regreso a la comedia de Mozart. La prensa inglesa alabó su ímpetu, su sentido del tempo, su forma de apoyar a las voces, su atención al detalle y los acentos. «Esta orquesta nunca está mejor que cuando la dirige él», señalaba The Guardian. Y añadía: «Pocos distinguen tan bien la diferencia entre enérgico y simplemente rápido».

En cuanto al planteamiento escénico, es discreto y eficaz. McVicar (un habitual en Londres, con sus versiones de ‘Rigoletto’ y de ‘Fausto’) sitúa la acción en el siglo XIX en vez del XVIII, lo que subraya los elementos revolucionarios del libreto: los decorados acercan a sirvientes y aristócratas, como guiño al despertar de la clase obrera. No hay que olvidar que el libreto de Lorenzo da Ponte se basaba en una obra del francés Beaumarchais que en Austria se censuró porque denunciaba las desigualdades del Antiguo Régimen. En ella, el noble es el villano, el Conde de Almaviva, que intenta seducir a la prometida de su criado, Fígaro. Pero éste se rebela.
En 1785, un Mozart recién despedido del arzobispado de Salzburgo escribía su primera ópera como hombre libre, sin encargos de por medio. Lo hizo junto al poeta Da Ponte, con quien repetiría colaboración en ‘Don Giovanni’ y ‘Così fan tutte’. El texto original –divertidísimo y con un velado erotismo– abordaba sus temas favoritos: el paso del tiempo, la fragilidad de la pareja, la fidelidad. Para que el emperador José II aceptase su peligroso contenido, limaron algunos dardos políticos y le convencieron de que nadie lo comprendería, al ser cantado y en italiano.
En apenas seis semanas, el compositor austriaco elaboró una partitura que Brahms describiría como «un milagro». Un derroche de melodías inolvidables –en apariencia sencillas– repartidas entre todos los personajes, a los que dota de vida y emociones humanas. La condesa se caracteriza por sus frases largas; Fígaro, por su insolencia; y Cherubino, por una armonía inestable y bruscos cambios que reflejan su estallido hormonal.
El dominio de la orquestación de Mozart se demuestra no solo en la obertura, contagiosa, sino en los acompañamientos: el fagot, asociado a Almaviva; el clarinete, aterciopelado, a la condesa; las trompetas que ridiculizan a Bartolo. Todo ello desde el buen gusto, la finura, la sensibilidad hasta en los pasajes más cómicos. Nada suena forzado. Las estructuras más complicadas se desarrollan con fluidez, como el insuperable desenlace del Acto II, una cadena de concertantes (hasta seis: de dúo se pasa a trío; de éste, a cuarteto…).
Ágil, precisa y perfectamente estructurada, ‘Las bodas de Fígaro’ no solo es una cumbre del género bufo, sino que dinamita las diferencias de clase desde la misma música: al principio la armonía de los nobles (Re Mayor) se distingue de la de los criados (Sol Mayor), pero en el clímax Fígaro y Susana «ascienden» socialmente hasta el Re, y por tanto comparten tonalidad con sus señores. No pocos consideran ‘Fígaro’ el primer «drama musical», la unión íntima entre un texto de gran categoría literaria y una partitura que sugiere elementos que no vemos. Después del tibio estreno en Viena (nueve funciones), la gloria llegaría al año siguiente en Praga.