La primera vez que leí la mayoría de los libros que aún arden en mi memoria y que me sembraron de imágenes, de sensaciones, de sentimientos y de historias, no me pertenecían, nunca fueron comprados por mí, creo que todos, o casi todos, eran de otros. Libros que había en casa, en la biblioteca doméstica de mis padres o hermanos, libros a veces abandonados, desprendidos de colecciones seguramente no completadas, en definitiva, huérfanos. Otras veces eran propiedad de bibliotecas escolares o públicas, también más tarde préstamos de amigos, regalos de una chica. Todos ellos estaban pues fuera del comercio, insertos en otros tipos de intercambios. Nada tenían que ver con el dinero.

Nunca he pensado que, para darme la razón en el antedicho aforismo, mi hermano comprara todos aquellos volúmenes después de haberlos leído, como he hecho yo. Poseerlos después de descubrirlos, adquirirlos para releerlos, para meditarlos, que es muy distinto a descubrirlos.
Todos los años leo ‘Luces de Bohemia’, la pieza teatral de Valle Inclán, y cada vez nueva la interpreto de forma diferente. Voy creciendo con ella, envejeciendo con ella, entendiendo la poesía, el fracaso o España con ella. En cada ocasión que vuelvo a ese esperpento lo veo desde una perspectiva distinta pero nunca enteramente como la vez primera, cuando la leí en un libro que no era mío. Me he hecho con varios ejemplares de ediciones diferentes desde entonces pero ninguno me sacia como aquel que no era mío. El primero que poseí fue a consecuencia de un cambio, y nada menos que por un peine.
Si para Ramón Gómez de la Serna el tipo de aforismo inventado por él, la greguería, era la suma de humor más metáfora, el mío, para el que aún no tengo nombre, resultaría de aunar percepción más decepción, cuyo producto desarma una certidumbre, pudiendo ser esto último positivo. Al ver en mi aforismo que esos libros tan buenos que me formaron no los había comprado yo me doy cuenta de que la experiencia literaria nació en mí totalmente desligada de la compra y venta. Los libros, los buenos, eran gratis, estaban ahí por un abandono o un cambio, un préstamo o un regalo, acaso un robo, o por la generosidad de las instituciones, nunca provenían de comercio con monedas o billetes.
No quiero decir que no compren libros, en absoluto, compren muchos, pero háganlo de otra forma, como si mi aforismo particular fuera universal, pensando que los libros que ustedes compren serán los que formen a otros que los leerán sin ser suyos.