Copio este párrafo de ‘Los helechos arborescentes’, en el que Francisco Umbral teje una fantástica genealogía del protagonista, después de leer los cuentos de Gregorio Urz, pseudónimo de José Serrano, unos cuentos directamente destilados de la memoria popular de los pueblos en los que la verdad exorciza el maniqueísmo y los estereotipos con los que se ha construido la imagen de lo rural en nuestro país, casi siempre desde fuera de lo rural. Con estos relatos le pasa al lector lo que a los sabios amigos del abuelo en la novela de Umbral, que se queda un poco desconcertado y atónito ante tanta realidad.
Varias obras maestras de nuestra literatura hicieron un retrato despiadado del mundo campesino, desde el naturalismo de Blasco Ibáñez o Pardo Bazán hasta el tremendismo de novelas como ‘Pascual Duarte’ o ‘Los santos inocentes’. Unas y otras fueron construyendo una imagen brutal del ámbito rural, sometido a la miseria y el cainismo. La España negra se iba oscureciendo a medida que nos alejábamos de las ciudades. La visualización de esa ruralidad atroz fue pieza esencial para poner en acción las ideas positivas del regeneracionismo y el progreso pero también demonizaron ese espacio. Paradójicamente, esa noción negativa de la vida en el campo convivió con otra arcádica en la que los pueblos se habían ido mitificando en los recuerdos populares como idealización humanista de convivencia solidaria con lo ancestral y la naturaleza. En esta colección de breves cuentos cohabitan asombrosamente aspectos que habitualmente aparecían separados o enfrentados: lo atroz con lo conmovedor, el cainismo junto a la solidaridad, lo despiadado con la compasión, la pobreza con la generosidad, lo fatal con lo venturoso, el peso de las circunstancias con la fuerza de voluntad, lo brutal con lo delicado, la belleza del paisaje con la crudeza de la naturaleza…

En estos cuentos, que llevan el título de ‘Tierra de lobos, urces y hambre’ y que ha publicado Marciano Sonoro Ediciones —quizá la única editorial con sede en un pueblo de poco más de 400 habitantes, San Román de la Vega—, sorprende el realismo tan directo. Las historias, que no parecen fruto de una intención literaria ni política, son relatos oídos a los mayores de la zona de la Cepeda —también de Maragatería, la Cabrera y la Ribera del Órbigo— que ilustran una existencia dura, un tiempo áspero, un mundo campesino del que quisieron huir generaciones enteras buscando legítimamente un futuro mejor, pero del cual debemos rescatar un testimonio humano que sirve para el presente y el mañana.