Pudiera parecer mentira pero han transcurrido ochenta años. Toda una vida. Y todo un grueso libro en el devenir pausado de la capital leonesa. Sin pretenderlo ha marcado un tiempo, una época sonora de la ciudad. Es la relojería (y joyería) ‘Española’, el entrañable establecimiento –hoy día un santuario urbano en sí mismo– que alumbró sus primeros alientos allá por los finales de 1939, luego de que se instaurase la paz social entre unos y otros. Una paz con luces y sombras, condicionada por los ecos de la Guerra Civil y sus furias adormecidas. Pero había que seguir adelante.
Y en esas andaba Alejandro Morán Díez, un molinero de los de antes, de los de orden, de los cabales y sensatos, que gracias a su oficio –conviene destacarlo–, eran gente afamada por su honradez y pulcritud en el trabajo. Casado con Catalina Robles, su rectitud parecía extraída de una vela. Siempre en vertical. Y, llegado el momento, tomó una decisión que marcaría el tándem Morán-Robles para los restos: dejaría atrás los costales y la molienda. Quería darse de bruces con nuevos horizontes. El medio era difícil.
Y el molinero, que también era sagaz por inteligencia natural y buenos principios, halló la fórmula en el número 2 de la calle del Teatro. En un inmueble propiedad –luego, por derechos hereditarios– de los hermanos Celestino y Balbina García Soto –el primero, industrial carnicero con despacho en el propio edificio, y, la segunda, farmacéutica ejerciente en la calle República Argentina, esquina con la de Santa Nonia– donde alquiló un pequeño local con las medidas justas de una sacristía modesta. El mismo donde continúa el negocio ochenta años después. Si el espacio era –y es– reducido, había que compensarlo con trabajo y dedicación. Y, si preciso fuera, a empujones. Y a dentelladas. Como fuera. Y entre los trigos de piedra y adoquines de la ciudad nació la relojería ‘Española’. Casi de la nada. Y casi como un sueño. Pero brotó.
Bien puede constatarse que ya por aquel entonces, con seis añitos recién cumplidos, rondaba por allí uno de sus dos hijos, el celebrado y después muy querido Alejandro (Morán Robles, naturalmente), quien, con el tiempo, rescataría el espíritu molinero y las manos fuertes, hondas y limpias de su padre. Aquellas mismas que, en las palmas, dejan ver la bondad de la persona. Y así fueron, por derecho, las manos de Alejandro, el hijo del nuevo relojero. El otro ángulo de la familia era Dora, la hermana y niña de la casa, que, años más tarde, se trasladaría definitivamente a Gijón.
Sobra decir que Alejandro sentía veneración por su padre, adoración más bien, razón primaria para que, muy joven aún, se hiciera con las riendas de la actividad. De la tienda, como la llamaba él. Cogía el testigo del padre y molinero. En un abrir y cerrar de ojos pasaría a ser, con todas las bendiciones, un residente más de la reducida callecita, que, como un lazo sedoso, une la plaza de San Marcelo con la singular de La Rúa. De vecinos, el boticario Antonio Polanco, de muy grata memoria, Ovidio el peluquero, el sastre Juan Torices… gente conocida y considerada, que se decía en aquellos años.
Pues bien, Alejandro era el paradigma del hombre trabajador y bueno. Y bonachón si no le pisaban un callo. Que su carácter tenía. Y convendría asegurar que, como si fuera su segundo hogar, ‘vivía’ con intensidad en la relojería, a la que dedicaba horas y horas sin que le fallara el ánimo. Y fue tan popular y respetado por todos, que en los escasos metros del coqueto local, apretujados, se organizaban tertulias y alguna que otra discusión si el fútbol mediaba en las conversaciones. Ahí no había concesión que valiera. Ya lo decía Alejandro: «Después de Escartín (Pedro Escartín, el famoso y polifacético árbitro), yo». Y se quedaba tan campanudo. Y tan ancho. Y, por si fuera poco –lo llevaba a gala–, alardeaba, a la vez, de ser hincha del Español (hoy, Espanyol) de Barcelona. En León, los aficionados a este club catalán se contaban con los dedos y él era el corazón. Como Emilio Gago, el protésico dental, o el propietario de la joyería ‘La Mar’, sita en Ordoño II.
Pasados unos años encontraría a una leonesa de Valverde-Enrique cultísima y morena, bióloga y veterinaria; y, después, profesora de la ULE. Y se casó con ella. Y ella con él. Enamorados. María del Rosario Marcos Martínez (Rosarito) alumbraría cuatro hijos, Rosario (Rosa o Rizi) Alejandro (Jandrín) –que se convertiría en el heredero principal de la saga– Julio César (Julito) y María Cruz (Macu). Ya había tres ‘alejandros morán’ en la familia. Y mientras los rapaces y rapazas crecían por pares, el ‘patrón’ y encargado se imbuía entre las coronas, las tijas, los volantes, las ruedas de escape… entre aquellos relojes mecánicos, que, en palabras de Alejandro, necesitaban, siempre, «de mucho cepillo». Era una de las claves. O eso aseguraba.
Además de su pasión relojera, Alejandro alentaría alguna más como la de papón de la cofradía de Jesús Nazareno, a la que serviría como abad en el bienio 1993-1994. O su arrebatamiento con el color blanco de la Cultural, de la que era aficionado activo y socio inveterado con un número bajísimo que, a su fallecimiento, andaba por la primera decena. Y los ‘farias’, que consumía con verdadero deleite. Mucho mejor y más agradecidos, resaltaba, que los habanos. Y la marcha penitencial de ‘La Dolorosa’, que, en Semana Santa, tanto le emocionaba cuando vestía la negra túnica de sarga.
Y como el hijo y nieto de molineros, Alejandro Morán Marcos –el último, por ahora, de la estirpe– no tenía buen paladar con eso de los libros y el estudio encontró acomodo y vida en la ‘Española’. Y a las órdenes de su padre, ciertamente, empezaría a abrir los relojes de cuerda –también los automáticos y, al correr del tiempo, los de pila–, a saber colocarse la lupa en uno de los ojos y a familiarizarse con la navaja, las pinzas, los destornilladores de precisión… con el ‘arsenal’ de herramientas necesario para que las maquinarias relojeras, superadas las delicadas composturas –que así llaman a las reparaciones–, funcionaran como lo que son: como un reloj.
Y sí, han pasado ochenta años y los dos primeros ‘alejandros’ ya están con Dios, que por eso eran familia creyente por convencimiento. Y murió Catalina. Y se despidió María del Rosario, Rosarito, la matriarca, hace poco más de cuatro. Alejandro abuelo fallecería con una edad cumplida, amplia, pero Alejandro padre, con apenas sesenta y cuatro años, se iría con el Nazareno, al que tanto amaba y recurría, en 1997.
Sin embargo, la vida sigue. Y la ‘Española’, como si de una fragata se tratara, continúa surcando los mares. Con el mismo espíritu. Con las mismas ganas. Con la proa engallada. Allí, Jandrín, con la colaboración y ayuda de Rosa, su hermana –que son dos en uno mismo–, mantienen viva la relojería. Es el mejor servicio, la inexpugnable vocación de sus herederos. Su permanente e íntimo homenaje. Ochenta años de una relojería –la más antigua en activo de la ciudad- por la que han pasado miles y miles de leoneses, quienes han llegado a permutar la titulatura de la calle del Teatro por la de ‘Española’ o ‘Dolorosa’, en honor a Alejandro, el hijo del molinero. Ochenta años que, como diría el tango si Gardel lo entonara, no es nada. Los Morán siguen allí. Sin moverse un ápice. Fieles al encargo. Con aroma del León antiguo.
La Relojería ‘Española’, año LXXX
La relojería (y joyería) alumbró sus primeros alientos allá por los finales de 1939 en la calle del Teatro de la capital leonesa
07/01/2020
Actualizado a
07/01/2020

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