La nada o el retrato de Isabel II

Por Javier Carrasco

10/06/2020
 Actualizado a 10/06/2020
| MAURICIO PEÑA
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Los museos confieren a los objetos que albergan una helada fijeza que los acerca a la eternidad, desarmándonos, volviéndonos por lo general consumidores pasivos de una realidad etiquetada que nos trasciende y ante la que solo cabe estar prevenidos para no ser tragados y anulados por ella. Desde una nada multicolor en la que domina el blanco satinado del vestido, nos observa el retrato de Isabel II que custodia el Museo de León en su segunda planta, en el que fue edificio del almacén Pallarés. Datado hacia 1844, pertenece a Federico de Madrazo o a su escuela y fue realizado con motivo de la llegada de Isabel a la mayoría de edad. La figura de pie, con el pelo recogido, los brazos desnudos y una mano apoyada en un mueble cubierto por un paño púrpura donde descansa la corona, mientras la otra sostiene un guante, muestra una expresión de complacida satisfacción, no exenta de cierta y matizada interrogación, por lo que le reservará el destino, que vela una sonrisa incipiente en un rostro de rasgos felinos. Bajo la caída del vestido apenas asoma uno de los pies, quizá para deshacer la ilusión de cierta ingravidez que domina a la retratada, de que el cuerpo careciese de un punto de apoyo.

El retrato enmarcado en un barroco y ostentoso marco dorado, está flanqueado a la izquierda por una vitrina con algunas armas, otra con diversos recipientes de loza, a la derecha se alza un altar portátil de madera policromada y una estatua de San Fernando también de madera policromada, hierático con una espada en la mano. Se diría que el tiempo se ha detenido y que nos ha apresado en una telaraña de hilos invisibles que parten de esos objetos inanimados, de la mirada cómplice de una adolescente, impidiendo que sigamos adelante recorriendo otras salas.

En el verano de 1858, cuando Isabel tenía veintiocho años, realizó un viaje de un mes que la llevó por Castilla, León, Asturias y que finalizó en Galicia. Un cronista del viaje, Juan de Dios de la Rada y Delgado, escribió al referirse a la llegada de la reina a la ciudad de León: «Llegad, Augusta Señora, llegad a la capital de este antiguo reino, hoy confín de Castilla la Vieja, y penetrad en el recinto de este pueblo, que donde quiera guarda un recuerdo, y conserva escrita su historia en código de piedra». Ese lenguaje pomposo, aunque no cuadraba con el ánimo llano y liberal de Isabel II, que solía romper el protocolo y acercarse al pueblo a escuchar algunos de sus problemas, ilustra bien los modos grandilocuentes de los defensores de un tiempo pasado, muerto, frente a otro convulso en el que se sucedían gobernantes moderados y progresistas que concluiría con la llegada de los demócratas al poder y la salida en 1868 de la reina al exilio en Francia. Nada de eso sabía, ni podía siquiera sospechar, la muchacha que retrata Madrazo, una sombra proyectada en el tiempo, un fantasma que nos sonríe.
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