La mujer del tranvía

"Ella no tenía derecho a pedirle nada, pero esa vida nómada que él llevaba, de la casa de un amigo a la de otro, pagando la estancia con sus cuadros, que era mejor que hacerlo con dinero, se parecía demasiado al vacío o a soñar despierta"

Noemí Sabugal (texto) / Pablo J. Casal (foto)
27/07/2016
 Actualizado a 02/09/2019
Una mujer viaja en tranvía en la Doktor-Karl-Renner-Ring, frente al edificio del Parlamento, en Viena. | PABLO J. CASAL
Una mujer viaja en tranvía en la Doktor-Karl-Renner-Ring, frente al edificio del Parlamento, en Viena. | PABLO J. CASAL

Le había dicho que se fuera con él, que no lo pensara tanto. Que la vida es corta y hay que disfrutarla. Que juntos estarían bien, viajarían, pasearían y beberían buen vino, harían sólo aquello que les apeteciera en cada momento, sin preocuparse de nada.


Y ella le había contestado que no.


No, le dijo. No tengo veinte años, le dijo. No estoy preparada para algo así, le dijo. Y desvió la mirada.
Precisamente porque no tienes veinte años deberías venir, afirmó él. Así que ¿por qué? ¿Por qué no vienes?


Ella no había respondido.


Ahora, en el tranvía que la lleva de vuelta a casa, a su piso grande y luminoso, tan cómodo y vacío, si tuviera que contestar a la pregunta con sinceridad diría: «por miedo». No voy contigo por miedo, le diría. No me atrevo a dar este paso porque en toda mi vida no me he atrevido a dar un paso valiente, le diría. Porque siempre he hecho lo que se suponía que debía hacer y ahora no sé hacer lo que yo quiero, le diría.


Él seguramente lo entiende ya. Lo sabe aunque ella no se lo haya dicho.


Puedo esperar a que te decidas. Puedo esperar un par de meses, tres, cuatro, pero la vida es corta. Ya sabes cómo pienso, le dijo, por último.


Lo comprendía. Ella no tenía derecho a pedirle nada, pero esa vida nómada que él llevaba, de la casa de un amigo a la de otro, pagando la estancia con sus cuadros, que era mejor que hacerlo con dinero, se parecía demasiado al vacío, o a soñar despierta.


Él se iba a Mallorca mañana, a pintar el mar, y en unos meses tal vez estuviera en Estambul o en Barbados, o regresara a Moscú o aceptara finalmente la invitación de aquel marchante australiano, a saber.


¿Estaba ella preparada para una vida así? ¿Ella, que se había casado con quien debía, con Maximilian, el hombre más rutinario y aburrido del mundo, y que había tenido la mayor aventura de su vida justo ahora, pasados los sesenta y cinco, con él, ese loco pintor que había conocido en la casa de su primo hacía tres meses?


No. Le faltaban agallas, le faltaba la costumbre de ser libre, de dejarse llevar y no preguntar a nadie si debía hacer esto o lo otro.


¿Cómo dejar atrás todo ese miedo a vivir al que se había acostumbrado como un ciego a su bastón?¿Cómo se vivía a oscuras, sin una senda clara y trazada de antemano? No lo sabía.

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