Lo que agrandó el poder de las imágenes en los asuntos bélicos fue indudablemente la aparición de la fotografía y luego del cine. Las primeras imágenes aparecidas en la prensa con cadáveres de soldados descomponiéndose abandonados en el barro conmocionaron a las gentes de la Primera Guerra Mundial que todavía enviaban a sus hijos al combate con entusiasmo.

No obstante con los atentados de las torres gemelas de Nueva York, de los que se cumplen estos días 15 años, el papel de las imágenes en los actos de violencia cambió radicalmente su naturaleza. Lo ocurrido en el World Trade Center abrió un nuevo espacio para lo bélico que, en esa ocasión, no tuvo lugar en escarpados parajes, ni en laberínticas selvas, sino directamente en el más grande plató del mundo, la ciudad de Nueva York, y en las pantallas de los televisores de todo el planeta en directo. El impacto del primer avión en una de las torres avisó y hubo tiempo suficiente para que todas las televisiones del planeta pudieran recoger, en vivo y a tiempo real, el choque del siguiente sobre la otra torre y el posterior derrumbamiento de ambas.
Todo hace pensar que se trataba de un ataque pensado para convertirse en imagen, valiéndose de la capacidad amplificadora de la tecnología de la comunicación. Una imagen cuya producción iba a ser contemplada en directo y de forma global. Aquellos atentados parecieron extraídos directamente de la fantasía, concretamente de la filmografía de catástrofes. Ver hecha realidad la peor de las fantasías supuso que entendiéramos instantáneamente que la construcción de una macroimagen como esa podía ser ya un acto de agresión. Una macroimagen tan poderosamente brutal y aterradora como las del exterminio nazi o el hongo de la bomba atómica, pero una que no quisieron ocultar sino al revés, darla máxima visibilidad, una imagen, no ya a favor de la guerra, sino como un arma de guerra.