La feria de los indiscretos

Bruno Marcos analiza la trayectoria de ARCO con motivo de la inauguración de la 35 edición de la feria de arte contemporáneo

Bruno Marcos
24/02/2016
 Actualizado a 17/09/2019
Vista del interior de la feria de arte contemporáneo ARCO.
Vista del interior de la feria de arte contemporáneo ARCO.
Decía Baudrillard que la naturaleza siente horror por el vacío y que es en él donde se implantan los sistemas más pletóricos, hipertrofiados y redundantes. Es decir, que en los lugares más yermos a veces nace algo demasiado grande. Cosa parecida debió ocurrir con lo de la feria de arte contemporáneo llamada ARCO en España, que inició su andadura en plena Transición y que llega, este año, a la edición número treinta y cinco.

Nuestro país había sido, durante los largos años de la dictadura franquista, un lugar atrasado y refractario, al margen de la vanguardia internacional, sin embargo, con la llegada de la democracia se produjo una aparente efervescencia cultural. Esta, en las artes plásticas, se materializó en el gran impacto que tuvo esta feria, un acontecimiento que triunfó desde su comienzo y que, año tras año, fue creciendo.

En la edición inaugural ninguna de las 28 galerías extranjeras vendió una sola obra, no obstante, los visitantes se contaron por decenas de miles, siendo el 85% gentes que confesaron no acudir jamás a ver exposiciones de ningún tipo. Luego vinieron muchos años de éxito en los que el evento se presentaba como rompeolas de las artes, como cita indispensable, y se llenaba de público que pagaba una entrada a precio de ópera. Galerías, artistas, comisarios e instituciones públicas y privadas no eran nada si no conseguían de una u otra forma ser admitidos, si no tenían su stand.

Lo peor de ARCO fue que difundía la confusión y que nunca aclaraba lo que era exactamente, una feria, porque había pasado a ser mucho más que eso, era otra cosa que ocupaba todo el espacio que podía. Era feria pero se pretendía evento, cultura, debate, pasarela, escaparate, fiesta, y se imponía a los museos y a las universidades. Todo contribuyó a una parálisis estupenda disfrazada de hiperactividad creativa como si, efectivamente, la cultura y la creación se pudieran dar en medio de francachelas y apresuradas compraventas.

ARCO se vino abajo con la crisis económica que recortó todos los presupuestos públicos en cultura como en otros ámbitos. Se vio entonces que esos coleccionistas millonarios de los que se había hablado tanto no habían sido sino las instituciones públicas que se dejaron engatusar y los faraónicos museos públicos vacíos que afloraron en los tiempos del pelotazo y que, a toda prisa, había que llenar. La feria había fracasado en lo que era su misión fundamental, aquella para la que había solicitado el concurso y la ayuda de todos los agentes públicos y privados del arte, la de crear un mercado real del arte contemporáneo y una mediación entre los creadores y el público.

La resaca llega hasta nuestros días y los de la feria no se explican cómo pueden haber dejado de ser lo que eran, foro, negocio, noticia, exposición, canon, universidad, museo, alegría y fiesta. Ahora se plantean ser una feria sin más, como otras, sólo una feria, y con gran sensatez no usurpan el sitio que no deben, se dirigen a los coleccionistas y explican que ARCO es como la feria de muebles, antigüedades o vacaciones, puro materialismo histórico y plusvalía.

En el recuerdo de estos treinta y cinco años de la feria de ARCO queda la sensación de haber conocido un evento que fue capaz de dar glamour a unos galpones y hacernos creer que en ellos había algo más que unas naves industriales y la arquitectura efímera del pladur. Claro que eso debió resultar  muy sencillo entonces, en medio del entusiasmo general de ese acné sociológico que fue la Transición, tan dilatada, casi hasta anteayer. De positivo ha tenido el haber dado noticia general de que el arte contemporáneo existe y cierta normalización profesional.

Con el paso de los años, y quizás en forma de pago o justicia poética por disfrutar demasiado del usufructo de la prensa, está asentada la tradición de que el chascarrillo final del telediario se lo dediquen a la cosa más ridícula que encuentran los malos periodistas en la feria. Una feria que bien se puede calificar, dándole la vuelta al título barojiano, de feria de los indiscretos.
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