Julio Llamazares y la noche queda para quien es

El escritor leonés rinde homenaje a la mujer que le dio la última frase de 'La lluvia amarilla' con motivo de sus 101 cumpleaños

Julio Llamazares
03/10/2021
 Actualizado a 03/10/2021
María, de Ruidelamas, que este sábado cumplió 101 años, fue quien le ‘regaló’ la frase final de ‘La lluvia amarilla’.
María, de Ruidelamas, que este sábado cumplió 101 años, fue quien le ‘regaló’ la frase final de ‘La lluvia amarilla’.
En el mes de enero de 1987, una antecesora de Filomena sepultó bajo la nieve gran parte de España, algo que hasta hace muy poco solía ocurrir bastante a menudo. Recién regresado a Madrid de la Navidad, recibí una llamada de teléfono en la que el redactor jefe de Nacional de EL PAÍS me pedía que viajara a alguno de esos lugares de los que las televisiones mostraban imágenes tan impactantes como desoladoras y a los que las autoridades recomendaban no ir salvo por necesidad para contarles a los lectores cómo vivían las personas que desde hacía dos o tres días permanecían incomunicadas por el temporal de nieve. Aquella medianoche, junto con el fotógrafo Ricardo Gutiérrez y la pintora y escritora Cristina Cerezales Laforet, que se unió a nosotros al saber que nuestro destino eran los Ancares leoneses, donde ella tiene sus raíces y amigos, emprendí viaje en tren hacia Ponferrada, a donde llegamos al amanecer y donde nos esperaba Yuma, un amigo al que había contactado para que nos localizara a alguien que nos llevara en todoterreno por las montañas que habíamos de visitar. Esa persona, que nos esperaba en Trabadelo ya, era José Manuel Gutiérrez Monteserín, alcalde de Balboa y cartero de la zona, a cuyo Land Rover nos subimos después de dejar las cosas en el hotel.

Durante tres intensos días, Monteserín, Yuma, Ricardo, Cristina y yo recorrimos las montañas de la zona, a un lado y otro de la Nacional VI, llegando a las aldeas más recónditas de ese laberinto geográfico que une León con Galicia y que en aquellos días era un auténtico manto de nieve en el que apenas se distinguían las manchas negras de las aldeas. «Hasta Chan de Villar, pasadas ya las vegas de Balboa –escribiría yo en el periódico después–, el Land-Rover del cartero ha trepado a duras penas hundiéndose en la nieve a cada instante y acelerando el corazón de los viajeros en cada una de las múltiples revueltas del camino. La carretera sube entre castaños con el hielo atravesándola en las curvas y el precipicio creciendo peligrosa y lentamente a sus costados. A lo lejos, por las montañas y barrancos infinitos que las alturas del camino van mostrándonos, surgen los pueblos y las aldeas perdidas, manchas apenas de pizarra negra bajo el inmenso infierno blanco de la nieve: Pumarín, Cantejeira, Valverde, Ruideferros... Y, más allá, Villanueva, Parajís, Lamagrande, Villariños. Y, más allá, al otro lado de las cumbres, Castañeiras, Comeal, Fuente de Oliva. Y, más allá...».

Más allá estaba Ruidelamas. Hasta la aldea, en la que solo habitaba ya una persona, una mujer según nos dijo Monteserín, llegamos después de cruzar montañas y de recorrer con la nieve por la cintura los 400 metros que separaban las casas de la carretera. Mientras nos acercábamos la vi, primero en la puerta, mirándonos, y luego cómo se escondía ante nuestra proximidad cerrando la puerta detrás de ella. Mientras la llamábamos oíamos el ruido de los muebles que arrastraba para apuntalar la puerta ante el miedo que le producíamos. Cinco desconocidos en un lugar como aquel y en medio del temporal de nieve no la hacía presagiar, se ve, nada bueno. Menos mal que Monteserin, al que conocía, la convenció de que éramos gente de paz y accedió a abrirnos, aunque no nos invitó a pasar dentro de su casa. Se quedó en la puerta con su pañoleta negra y su vestimenta negra, como un fantasma en mitad de la nieve, hasta que nos fuimos después de conversar con ella durante un rato. Hacía siete años que vivía sola y por el momento no pensaba abandonar la aldea. Cuando nos íbamos, se preocupó por nosotros. Está al caer a noite, nos dijo en su lenguaje mestizo, mitad castellano, mitad gallego. ¿Y qué pasa porque se haga de noche?, bromeó Monteserín, conocedor del carácter y los temores de sus vecinos. A noite queda para quien es, le respondió la mujer con voz temerosa trasmitiéndonos a los presentes su inquietud y a mí la convicción de que ya tenía la frase final de la novela que estaba escribiendo en aquellos días: La lluvia amarilla. Me la había regalado aquella mujer de la que solo sabía el nombre, María, y el de su aldea, Ruidelamas.

Muchas veces la recordé, tantas como los traductores me preguntaban por aquella frase cuyo sentido no entendían bien y que más de uno tradujo, por ello, mal. La frase final de La lluvia amarilla, la mejor de la novela, es lo suficientemente ambigua como para que no solo a los traductores del libro a otros idiomas les plantee dudas, sino a muchos lectores, que me lo preguntan. Incluso ha sido objeto de una ponencia en un congreso literario, tal es su dificultad de comprensión. Yo siempre digo lo mismo: que la frase no es mía, que me la regaló una mujer de una aldea perdida de León, en la que vivía sola, y que explicarla es traicionarla porque su ambigüedad es precisamente lo que me gustó de ella: ¿Para quién es la noche? ¿Para los lobos? ¿Para las almas en pena? ¿Para los difuntos? ¿Para los ladrones?... Cada uno que interprete lo que quiera.

Pasaron 34 años. Los suficientes como para que yo pensara que aquella mujer de negro que recordaba de avanzada edad hubiera fallecido ya, pero hace unos meses, por sorpresa, la casualidad hizo que me enterara de que no era así. Mi sobrino y director de este periódico me llamó para decirme que el actual alcalde de Balboa (sucesor de aquel alcalde y cartero que nos llevó en su Land Rover en 1987; el tiempo cambia las generaciones) le había dicho que María, la mujer de Ruidelamas que me regaló la frase final de La lluvia amarilla sin saberlo, vivía aún. Ya no en la aldea, lógicamente, sino en otro lugar próximo, con una hija. Pensé en ir a visitarla de inmediato. Impresionado por su longevidad y agradecido por su contribución a un libro que para mí significó un antes y un después en mi trayectoria como escritor, quise ir a verla en aquel momento, pero la pandemia me hizo retrasar la visita. No quería poner en peligro a una persona cuya edad, 100 años, la hacía especialmente vulnerable al virus. Pero este verano, con la colaboración de la hija y de un nieto, lo pude hacer. La fui a ver y le llevé un ejemplar de La lluvia amarilla en agradecimiento a su contribución a la novela. La pobre la cogió sin saber qué era ni qué hacía en su casa aquel hombre que le hablaba de Ruidelamas y de su pasado. Yo, por mi parte, sentí que pagaba una deuda antigua y que aquel encuentro era mi homenaje a ella, a la mujer que me regaló la frase sin la cual La lluvia amarilla no tendría un final. Ayer María cumplió 101 años. Este artículo es mi regalo y en él va mi gratitud de nieve, la única que de verdad perdura, incluso por encima de la literatura.
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