Me quedé mirándole fijamente pensando que esos pequeños ojos azules habían visto a Dios, que esas manos, que ni siquiera llegué a tocar, habían estrechado las de Stanley Kubrick cada vez que acudía, de lunes a viernes durante nueve meses, a su casa solariega de St. Albans, veinte millas al norte de Londres, donde vivía alejado del mundanal ruido el artífice de ‘2001, una odisea del espacio’ y ‘El resplandor’, que se proponía a principios de la década de los noventa llevar al cine el relato de Brian Adliss –el gran enemigo por entonces de Ian Watson en el campo de la literatura de anticipación– ‘Los súper juguetes duran todo el verano’, un proyecto que había tenido obsesionado de manera intermitente durante casi dos décadas al cineasta neoyorquino afincado en Inglaterra desde los años 60, como recuerda el escritor inglés Ian Watson, que recientemente pasó por León con su compañera y traductora Cristina Macía para presentar su última novela en español ‘El monstruo, la sirena y el doctor Mengele’ (Freder), en un jugoso artículo que rememora su algo azarosa que no tormentosa relación profesional con Kubrick.

La pareja de escritores (Cristina Macía es conocida por ser la traductora al español de los libros de George R.R. Martin pertenecientes a la exitosa saga ‘Juego de tronos’) se trasladó el pasado viernes 10 de mayo desde Gijón, donde hace años han fijado su residencia, hasta León para presentar en la librería Asimov la novela de Ian Watson ‘El monstruo, la sirena y el doctor Mengele’, en la que el autor de ‘Incrustados’ recupera el mito de Frankenstein de manera diferente a como lo hizo el cineasta y escritor asturiano Gonzalo Suárez en ‘Remando al viento’, que asegura no haber visto, y también alejada de la visión liberalizadora propuesta recientemente por el director griego Yorgos Lanthimos en ‘Pobres criaturas’, que Ian Watson confiesa también desconocer.

Preguntado cómo se le ocurrió la idea de reunir al monstruo creado por Mary Shelley en aquella legendaria reunión en Villa Diodati durante el verano de 1816, recreada por Suárez en la mencionada ‘Remando al viento’, con el médico y criminal de guerra nazi Josef Mengele, que Gregory Peck interpretó en la película de Franklin J. Schaffner ‘Los niños del Brasil’, basada en la novela homónima de Ira Levin, Ian Watson recuerda que para conmemorar el 200 aniversario de la publicación de ‘Frankenstein’ se organizaron en 2017 unas jornadas en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense en El Escorial. «Así que releí ‘Frankenstein’ y me di cuenta de que el libro de Mary Shelley podía haber avanzado en una dirección muy diferente. Todo se hubiera acabado mucho antes si el doctor Frankenstein hubiera creado la compañera que el monstruo le estaba demandando. En mi versión la novia del monstruo es una sirena porque el doctor la ha tenido que fabricar en una isla escocesa donde las piezas disponibles es lo que venía del mar: focas, atunes... El monstruo y su novia cumplen su promesa y desaparecen en las selvas de Paraguay. Y como estaban muy bien hechos, porque el doctor Frankenstein era un buen cirujano, siguen vivos y felices hasta que empiezan a llegar a Sudamérica los nazis que huían de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, entre ellos el doctor Mengele, un personaje muy peculiar porque es único, en el sentido de que es a la vez un viejo muy enfermo y un ser mítico al que nadie puede atrapar, como la Pimpinela Escarlata. A Mengele lo estuvieron intentando cazar la CIA, el Mossad, todos los periodistas del mundo, una y otra vez durante treinta años, y no lo encontraban porque cometían errores muy estúpidos», sostiene Watson, para quien la intención de Mengele de capturar y diseccionar al monstruo y a su novia la sirena se debe al interés del doctor por recuperar el prestigio perdido. «El verdadero Mengele se encuentra perdido en Paraguay bajo la identidad del capataz de una plantación de patatas que se pasea por ahí seguido de catorce perros mestizos, una imagen muy diferente de la ofrecida por ‘Los niños del Brasil’, donde aparece custodiado por guardias bien armados y rodeado de dobermans. Mi novela no es una historia de detectives.No estamos intentando localizar a nadie, como ocurre en ‘Los niños del Brasil’. En el fondo no deja de ser una tragedia y también a ratos grotescamente cómica».

Antes de entrar de lleno en su relación profesional con Stanley Kubrick me interesa conocer su opinión sobre lo que hoy se conoce como Inteligencia Artificial, que difiere bastante de lo que Kubrick y el propio Watson reflejaron en la historia que serviría de base a la película de Steven Spielberg. «Lo que tenemos ahora es una mentira, no hay inteligencia artificial. No hay inteligencia artificial en este planeta y existe la posibilidad de que nunca la haya, que sea imposible. Pero gente que quiere hacer negocio ha diseñado ordenadores muy rápidos que han pirateado todo el conocimiento almacenado en internet, las obras de muchos autores. Lo que sucederá si no acabamos con esta locura es que la basura que producen estas supuestas inteligencias artificiales volverá a internet, será reproducido de nuevo en internet, y entonces internet estará muerta, porque para qué quieres una red que solo reproduce basura autogenerada. No tiene mucho que ver con la inteligencia artificial que Stanley quiso mostrar, pero en sí mismo supone un gran peligro. Así que cada vez que alguien menciona inteligencia artificial me siento obligado a decir que no hay ninguna en este planeta y tal vez nunca sea posible», asegura Watson, que califica la experiencia de trabajar con Stanley Kubrick de muy divertida. «Me sentía como si me hubieran contratado para jugar en el patio de juegos de un niño superpoderoso. Pero Stanley me caía muy bien, si no hubiera sido imposible para mí trabajar con él», reconoce.
Al contrario que otros cineastas, Stanley Kubrick trabajaba en su propia casa y era habitual que sus colaboradores lo hicieran también en el mismo ámbito familiar, lo que no sé –y esa es mi pregunta para Watson– es si esta circunstancia facilitaba un mayor conocimiento de la persona. «El plan de Stanley era provocar que surgiera la información para disponer de una historia que tuviera éxito. Al final escribí la historia para la pantalla y ésta la utilizó Steven Spielberg, incluyendo algunos episodios que yo había escrito y que Stanley había rechazado porque no le interesaban en ese momento. Ahora sé más de todo esto gracias a un historiador italiano llamado Filippo Uliviere, que debería ser reconocido como la autoridad mundial número uno en Stanley Kubrick y que me entrevistó en varias ocasiones a lo largo de dos semanas, convirtiéndose la entrevista en una especie de psicoanálisis. Pienso que Filippo sabe más de lo que hice que yo mismo. Una cosa que dice Filippo es que todo lo que se ha publicado hasta ahora sobre Stanley Kubrick está lleno de falsedades. Todo viene de suposiciones, errores o directamente mentiras», destaca Watson.

Habiendo trabajado tan estrechamente con el genio neoyorquino a lo largo de nueve meses, la pregunta se impone. ¿Cómo era Kubrick en el trato cercano? ¿De qué hablaban durante el almuerzo en la gran cocina de la casa familiar? «Nunca hablábamos de trabajo y por lo general los temas que salían a relucir estaban relacionados con la política o con la guerra de Irak. Stanley creía en la repetición de todo. Siempre iba vestido igual y recuerdo que pasadas varias semanas pregunté el motivo a Emilio D’Alessandro, su chófer, y éste me dijo que cuando una prenda le gustaba se compraba una docena. Lo mismo pasaba con los almuerzos. Después de unas semanas de comida china para llevar servida en envases de aluminio llegó el tiempo de los especialistas en comida vegetariana contratados por Stanley y a los que acabó despidiendo porque descubrió que robaban comida de la despensa. En los meses siguientes incluso llegó a cocinar para mí, porque Stanley estaba muy orgulloso de saber cocinar una sola cosa, un lomo de salmón metido en leche y al microondas. Era comestible comparado con la comida británica», ironiza Watson.
El escritor inglés comenta que Kubrick siempre tuvo muy presente para la historia que quería contar en ‘A.I. Intelegencia Artificial’ el cuento de Carlo Collodi ‘Pinocho’, pero aceptó de muy buen grado la incorporación de un personaje salido de la imaginación de Ian Watson, como fue el robot sexual Gigolo Joe, encarnado en la pantalla por Jude Law, y que fue saludado por Kubrick con el comentario: «Me parece que hemos perdido al público infantil, pero qué demonios, me encanta». Watson cree que la película no gustó a la crítica de Estados Unidos porque era demasiado poética e inteligente, pero en otros países sí que funcionó muy bien. «Se dice que las mujeres japonesas fueron a ver la película una y otra vez porque les encantaba el personaje de Gigolo Joe. ‘A.I. Inteligencia Artificial’ fue ese año la cuarta película en taquilla en el resto del mundo y los mismos críticos que entonces no hablaron bien de ella la están reinterpretando ahora», señala con evidente orgullo Watson, para quien la prensa especializada erró al atribuir a Spielberg la parte más sentimental de la película, que en realidad se debía a Kubrick, hasta el punto de asegurar que los veinte minutos finales son tal como los escribió para el proyecto de Stanley y que Steven filmó casi al pie de la letra. Watson no cree que de haberla dirigido Kubrick hubiera variado con relación a la visión ofrecida por Spielberg. «Hubiera sido igual», concluye.