La hija de nadie

José Ignacio García comenta la novela de María Larrea 'Los de Bilbao nacen donde quieren'

José Ignacio García
17/02/2024
 Actualizado a 17/02/2024
La autora María Larrea. | ANAYA
La autora María Larrea. | ANAYA

‘Los de Bilbao nacen donde quieren’
María Larrea

Alianza Literaria
Novela
200 páginas

18,95 euros

 

Lo decía hace unos días en una entrevista que me hacían en uno de los blogs literarios más relevantes de nuestro país, la elección de los libros que se leen, y sobre los que finalmente uno escribe, tiene mucho que ver con la casualidad y con la intuición. Se publica tanto en España, y a la velocidad de la luz, que muchos libros regresan devueltos a las editoriales sin ser desempaquetados siquiera en las librerías a las que fueron remitidos. Y, evidentemente, entre esa riada constante de novedades diarias pasarán inadvertidos infinidad de títulos que, por la razón que sea, no lograrán captar la atención o el interés del crítico de turno.


Eso me hubiera ocurrido a mí con la novela que hoy traigo a colación si no hubiera sacado el tema, en medio de una conversación que iba de otra cosa, mi admirado Pedro Ojeda Escudero. Estábamos hablando el erudito profesor universitario de la Universidad de Burgos y yo de otro autor y de otra obra que va a presentar en breve, cuando me espetó que también tenía entre manos otra novela extraordinaria, a pesar de su título horripilante (eso lo digo yo, creo que el también poeta y dramaturgo Ojeda no fue tan categórico), que estaba escrita por una autora vasca que había tenido que publicarla en Francia y hacerse allí merecedora de varios galardones imputables a autores noveles para que en España se le hiciera caso y se abriese hueco en el mercado editorial patrio.


No conocía la historia referida con tantos detalles, pero Alianza Literaria me había mandado ‘Los de Bilbao nacen donde quieren’ y se me encendió la bombilla. Efectivamente, Pedro y yo estábamos hablando de la misma novela, de la ópera prima de la escritora vasca (casi por casualidad, como yo), y afincada desde siempre en París, María Larrea.


Las observaciones del presidente de los ‘Amigos del teatro’, de Valladolid, y responsable del programa cultural ‘Valladolid Letraherido’ encendieron la luz de alerta de mi curiosidad, y cuando finalizamos la conversación me lancé a por la novela que, en un principio, había desestimado sólo porque su título me sonaba a chiste fanfarrón o, lo que es lo mismo, a pura bilbainada sin poteo y pintxos suculentos, salados y grasos (como dice la autora en su novela), de por medio.


Y menos mal que se pusieron de mi parte la casualidad de una conversación embocada a otro asunto y la intuición de que quizás, esta vez, había cometido una equivocación dejándome llevar por un primer juicio condenatorio sin prueba ni razón alguna –como pasa demasiadas veces en las situaciones cotidianas de cada cuál– que me aconsejase semejante veredicto.


 ‘Los de Bilbao nacen donde quieren’ no parece un experimento narrativo iniciático, y más cuando, por ende, la novela alberga un notorio tinte autobiográfico, pues alguien (cuyo nombre ahora no recuerdo, porque soy fatal para rememorar citas lapidarias y a quiénes las pronunciaron) dejó dicho que la autobiografía es, en muchos casos, enemiga íntima de la capacidad de crear ficción. No es este el caso. Larrea compartimenta con temple y habilidad la novela en dos bloques amueblados de capítulos muy breves. El primero de ellos es como un rompecabezas que al principio cuesta encajar en su espacio y tiempo correspondientes: unos abuelos, unos padres y una protagonista. Y Galicia, París, Bilbao.
Pero cuando el mosaico comienza a adquirir nitidez ofrece una visión sobrecogedora al lector. Se aprecia el origen de la escritura en un recuerdo imposible y en la España de la posguerra, se atisban las consecuencias del franquismo sobre la encorsetada sociedad de la época, se descubre el maltrato de los maridos a sus mujeres y a sus hijas. Y se tambalea el que lee cuando descubre, por fin, el triángulo de Las Bermudas de la novela, los tres pilares sobre los que se asienta la trama: Victoria y Julián, los padres, y María, la hija.


Quien me lee de vez en cuando sabe que no soy proclive a destripar argumentos, pero debo aportar siquiera algunas pinceladas estremecedoras. Los tres personajes tienen mucho que ver con las inclusas o los colegios donde se recluía entonces a los niños desheredados de la fortuna, y más si eran féminas. Tiren de ese hilo y vayan desentrañando parte de la madeja.


La segunda parte es más lineal, cuenta la vida de padres e hija, cómo se descubre el origen de su dinastía gracias a una visión revelada por un juego de naipes esgrimidos por una tarotista y, a partir de ahí, se desencadena una historia con ribetes detectivescos de búsquedas, de ira, de rencor, de aceptación y de perdón. Todo bien dosificado, sin estridencias, sin tonalidades melodramáticas ni lacrimógenas y con París, y especialmente Bilbao, de nuevo, incluidos como personajes necesarios de la acción.


No quiero seguir tirando del ovillo, prefiero que sean ustedes los que descubran la urdimbre biográfica y los que se conmuevan o encabronen en según qué momentos, pero añadiré algo que me convirtió la sangre en mercurio mientras leía. ¿Cómo puede prestarse una monja (no sé si reverenda o hija de mala madre) al tráfico de criaturas humanas? Y ¿Cómo puede un hombre escuchar una consulta por teléfono y preguntarle impertérrito a su mujer si quiere un niño o una niña? Así, como si nada, como si fuera tan fácil como elegir carne o pescado para comer o mar o montaña para disfrutar de unas vacaciones.


Quizás con estos indicios, a los que se podría añadir el título de la reseña (que le he tomado prestado a la propia María Larrea), a ustedes, amigos lectores, que son sumamente inteligentes, les sirva para desenmarañar la novela por completo. No era esa mi intención. Pero, de ser así, tómenlo como un acicate para hacer una lectura espléndida y en profundidad sobre el amor a la familia, la identidad o la autenticidad de esos núcleos formados por padres e hijos, los vínculos que se crean en los momentos alegres o cuando la adversidad de unas cartas marcadas descubre secretos espeluznantes que colocan las relaciones paternofiliales al borde de la fusión nuclear… O, sobre todo, acerca de los sentimientos consolidados por la propia convivencia y que aglutinan más a las personas que el poder adhesivo del ADN o de la sangre.


No escarbo más. Me quedo con el regusto placentero de haber descubierto, gracias a Pedro Ojeda, a la casualidad y a la intuición, a una cineasta sincerísima y valerosa metida a novelista solvente, que ha tenido que triunfar fuera para ser reconocida y valorada en casa. Seguro que les suena la canción.


Sólo me queda una pequeña duda, antes de terminar: ¿la ausencia de punto final en la novela será una errata, una discutible cuestión de estilo o la sugerencia de que la historia no ha terminado, de que habrá un «continuará»?
 

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