Hermanos de (mala) leche

José Ignacio García comenta el libro de Victoria Pelayo Rapado, 'Orden'

José Ignacio García
06/05/2023
 Actualizado a 06/05/2023
La autora Victoria Pelayo Rapado. | L.N.C.
La autora Victoria Pelayo Rapado. | L.N.C.
‘Orden’
Victoria Pelayo Rapado
Editora Regional de Extremadura
Narrativa breve
248 páginas
12 euros

Fue allá por noviembre de 2021 cuando escribí sobre el hermano mayor del libro que hoy nos ocupa. Hablé entonces de su calidad literaria y de su crudeza argumental. De que era la recopilación de relatos que más me había impactado a lo largo de ese calendario que agonizaba. Pero no conté cómo nos conocimos, cómo me agredió, literalmente, para que reparara en él. Para que sintiera su impacto físico en mi mejilla antes de sentirlo emocionalmente en mi espíritu.

Es así como recuerdo el impacto que me causó ‘Lo justo’ –así se titulaba el libro, para demostrar que su autora, Victoria Pelayo Rapado, no es demasiado entusiasta a la hora de extenderse con los epígrafes que encabezan sus relatos–. Es así como recuerdo que se abalanzó sobre mí desde una estantería, donde estaba comprimido a presión entre una pila de libros deseosos de ser leídos y reseñados, por más que la inmensa mayoría tuvieran que resignarse a la convicción de que la única reacción que hallarían por mi parte sería la de la indiferencia o la del silencio compasivo que se merecen los libros a los que no quiero hacer más daño del que los han causado, en bastantes casos, sus propios autores al escribirlos.

Pero ‘Lo justo’ no se resignó. Como un gladiador belicoso se reveló contra su reclusión en las mazmorras del ostracismo y me convenció de que al menos cinco de los nueve cuentos que formaban la recopilación eran, en el más puro sentido del término, antológicos. Con lo que eso conlleva.

Con semejantes antecedentes, reaccioné con exquisita prudencia cuando la Editora Regional de Extremadura –que extraordinaria labor la suya, difundiendo la buena salud de la literatura que se escribe en aquella Comunidad– me envió este ‘Orden’, mucho más modosito que su hermano mayor, al menos en apariencia, menos violento y, presuntamente, mejor educado.

Pero las apariencias y las presunciones no siempre –en realidad casi nunca– responden a los comportamientos o voluntades que pretendemos atribuirlas. Y, esta vez, tampoco.
Me bastó con leer el párrafo inaugural del primer cuento para que supiera que nada iba a ser igual si seguía leyendo, que las circunstancias me iban a llevar, sin que pudiera evitarlo, por los caminos de la excitación, por las avenidas de la expectación o por las calles de la amargura por las que su autora quisiera guiarme.

Me bastó con leer ese párrafo que desprecinta esta colección de siete relatos para que, como le ocurre a Alberto, el protagonista, me invadiera la curiosidad y necesitara ahondar en una historia que, a partir de entonces, me interesó muchísimo.

Como me han interesado mucho sus otros seis compañeros de viaje que, aun con planteamientos y temáticas diversas, están cortados por un mismo patrón en el que no sólo el orden o el desorden juegan un papel angular, sino que esa curiosidad que acabo de mencionar o algunas obsesiones peculiares son pilares que sustentan un edificio narrativo de una solidez a prueba de lectores distraídos o de críticos cada vez más despiadados.

Reparo en los siete relatos y no puedo evitar rememorar esos siete pecados capitales que repetía de carretilla en las clases de religión infantiles, cuando el catecismo (no recuerdo si era el del padre Astete u otro más contemporáneo) trataba de imbuirme unos principios y valores que, con el paso de los años, me han servido mucho más en lo humano que en ese catolicismo del que renegué hace tiempo. Pero esos pecados, léase irá, lujuria, soberbia, gula, pereza, avaricia y envidia, están presentes, aunque no necesariamente en ese orden, en los siete relatos. Como juega un papel primordial ese factor que algunos llaman destino y otros prefieren llamar fatalidad. Esa fatalidad que puede acarrear consecuencias dramáticas para quien no ocupa su asiento correcto en un autobús o para alguien que observa casualmente el ensayo de una representación teatral en los baños de un aeropuerto o para la mujer que está asomada a un balcón una madrugada agostera de insomnios inoportunos.

Maneja Victoria Pelayo una prosa de mano firme, sin vacilaciones ni adornos prescindibles, tanto cuando suelta carrete y le da más perspectiva a la narración como cuando recoge sedal y presenta los hechos con una proximidad inminente. De hecho, esa manera de combinar el presente y el pasado, incluso en un mismo párrafo, no es en ella una reprochable cuestión de discordancia temporal, sino más bien una seña de estilo e identidad personalísimos, que colaboran con la tensión argumental, con la aportación de nuevos giros en la trama, de preguntas en apariencia banales que en realidad son pistas reveladoras, de continuos golpes de efecto, o de vueltas de tuerca inesperadas cuando se aproxima un desenlace que, en la mayoría de los casos, el lector no atina a atisbar hasta que se da de bruces con él y descubre que el inquietante caudal narrativo desemboca, de improviso, en un orden absolutamente coherente.

La autora es puntillosa hasta la extenuación a la hora de retratar escenas y personajes con una minuciosidad de casa de muñecas alojada en una caja de cerillas, donde cada detalle está colocado en su lugar con una precisión milimétrica. Y así, el efecto visual es tan eficaz que el lector se siente atrapado por el cinturón de seguridad de un autobús o tomando un granizado en una playa caribeña o espiando la noche de un pueblo abandonado o imaginando un orden casi autista en una casa anteriormente gobernada por el caos.

Victoria Pelayo no es una autora que trate con tibieza o complacencia las historias que cuenta, se sumerge en ellas hasta las últimas fisuras, hasta arrancar tortuosas muestras de dolor a sus personajes, esos personajes capitalmente pecaminosos que, además, denuncian los problemas de la inmigración, del maltrato a los mayores, de la incomunicación generacional, del despoblamiento rural, de los enfermos mentales o de quienes, definitivamente, se vuelven locos de amor y devorarían a las personas que adoran.  

Este no es un hermano menor en la trayectoria literaria de la autora zamorana afincada en Cáceres. Ni está mejor educado que su predecesor. En absoluto. Sean justos, pongan las cosas en el orden adecuado y verán que este, como aquel, es un libro lleno de mala leche. Una mala leche que, sin embargo, apetece apurar de un solo trago.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
Archivado en
Lo más leído