"He sido yegua, mercachife, granjero sordo, pastor... poeta"

El poeta coreano Ko Un, de 92 años, ha recorrido medio mundo para recibir este sábado en León el premio Leteo; un hombre de vida singular, con una infancia de miseria, monje budista, preso político...

04/10/2025
 Actualizado a 04/10/2025
El coreano Ko Un recorrió medio mundo para poder estar en León y recibir el Premio Leteo este sábado en el Auditorio.
El coreano Ko Un recorrió medio mundo para poder estar en León y recibir el Premio Leteo este sábado en el Auditorio.

Cuando Benito Pérez Galdós escribió aquello de «por doquiera el hombre va lleva consigo su novela» no podía estar pensando en el coreano Ko Un pues cuando falleció el español faltaban 13 años para que naciera el poeta coreano... pero la cita le va como anillo al dedo pues la biografía de Ko Un es una excelente novela; la de un niño pobre de solemnidad, monje budista, preso en cárceles coreanas... hasta desembocar en el Premio Leteo, que este sábado va a recibir en León.

Ko Un lleva ya un par de días en una ciudad de la que habla maravillas: «La ciudad de León es una joya. Aunque había estado en varias ocasiones en España es la primera vez que visito la capital leonesa porque dejo lo mejor para el final», dijo el coreano de 92 años en una comparecencia posterior a la visita al alcalde de la ciudad; antes había estado en casa de Antonio Gamoneda, de quien habló como «uno de mis hermanos poetas»; para añadir que ya han escrito algunos poemas juntos tras conocerse en este viaje. También ha señalado a Lorca, Borges y Cervantes como algunos de sus referentes en lengua castellana y ha destacado al personaje de Don Quijote. Además, ha añadido que para él la poesía lo es todo. «La poesía me salvó, sin poesía moriría. Cuando muera quiero convertirme en un fósil de poesía», ha dicho. 

A esa condición de biografía/novela contribuye el propio Ko Un cuando escribe un curioso perfil en sus redes sociales, señalando en su cronología personal que «arranca en el 1125 antes de Cristo. Tras haber sido una yegua a orillas del mar Caspio, un mercachifle en Samarcanda, un pastor en el interior de Mongolia o un granjero sordo aficionado a la bebida en la isla de Anmyon, Corea, entre otras muchas cosas, he llegado, por fin, a ser poeta».  Y explica en un poético texto cómo ocurrió; también lo hace en un poema titulado autobiografía: «Las canciones que yo he cantado / las canciones que no he podido cantar /todas vienen corriendo con luz encendida / en tropel / hacia donde yo / yo no sabía que se dirigía a mí / este remordimiento deslumbrante / que era yo». 

Ha mostrado Ko Un su cercanía con Gamoneda, Lorca, Borges... también hay un poeta leonés con el que un poeta coreano, candidato varias veces al Nobel, se ha reunido en diferentes ocasiones y coincidido en diversos encuentros, el bañezano Antonio Colinas, que ayer mismo participó en el Festival Palabra y, a buen seguro, volvió a compartir impresiones con el coreano. Precisamente Colinas es el autor de una entrevista en la revista Minerva, del Círculo de Bellas Artes de Madrid, que ayudó a conocer mejor a este poeta bastante desconocido en España pues hay muy poca obra suya traducida. En ella le cuenta Ko Un esa dura infancia de la que tantas veces se ha hablado: «Recuerdo que en una ocasión, tendría yo cinco años,  me encontraba con mi madre en una típica casa rural coreana, nuestra casa. Mi madre se esforzaba en atizar el fuego en el hogar. Había mucho viento ese día y, de repente, las llamas de aquel fuego se propagaron, de manera que se incendió toda la casa y tuvimos que huir de las llamas. Mi madre logró sacarme de allí. Recuerdo nítidamente que, al día siguiente, regresé de nuevo con mi madre. Me llevaba a sus espaldas para mantener las manos libres. Así, se puso a escarbar en las cenizas de la casa incendiada para lograr salvar algunos objetos metálicos, los únicos no afectados por el fuego. Sobre todo, escarbaba en el lugar en el que había estado la cocina intentando encontrar los palillos de comer que habían pertenecido a mis abuelos». (En Corea los palillos son metálicos).

Remata la experiencia infantil con un recuerdo a medio camino entre poético y conmovedor, triste. «Después de aquel día y de haber quedado en la miseria, cada mañana, mi madre caminaba diez kilómetros y regresaba de los campos tras recoger hierbas que, mezcladas con harina de maíz, nos servían de sustento. Una noche, mi madre no volvió y yo, a espaldas de mi tía, aguantaba difícilmente el hambre. Miraba, eso sí, las estrellas que descubría por vez primera, y pensé que podían ser una especie de arroz disperso en el cielo. Mi tía me explicó que las estrellas formaban parte del cielo y no se podían comer. Me quedé profundamente avergonzado y guardé este episodio en secreto hasta los cuarenta años. Luego, ya en mi madurez, reflexioné sobre este recuerdo y dejé de avergonzarme de él; descubrí que una estrella podía ser un alimento de otro tipo: alimento del espíritu humano».

Uno de los aspectos más llamativos de su biografía fue su ingreso en un convento budista, también de esta década le habla a Colinas, convencido de que sin su paso por este lugar sería otra persona muy distinta... «No fue una opción personal, sino un acto completamente casual. Antes de la guerra, a pesar de la opresión colonial, las relaciones humanas se mantenían, pero, tras la guerra, la experiencia de la masacre me dejó muy traumatizado. El olor de los cadáveres, de la muerte, me perseguía. Durante mucho tiempo sentí este olor incluso en mí mismo. Era algo de lo que no conseguía librarme. Me lavaba, me frotaba, me enjabonaba, pero el olor no desaparecía. En ese estado, fuera de mí, escapaba cada cierto tiempo a la montaña, vagaba sin rumbo fijo, sin dirección, y era mi padre quien me buscaba y me devolvía a casa tras mis extravíos. En mi última escapada con destino a ninguna parte, tuve un encuentro con un monje formado tanto en la filosofía oriental como en la occidental, y quedé muy impresionado por su personalidad. Lo seguí y durante mucho tiempo viajamos juntos hasta que, un día, nos encontramos con una mujer y el monje se marchó con ella y no regresó a su monasterio. El monje había elegido a la mujer y yo no tenía otro lugar a donde ir. Ingresé en el monasterio por indicación y mandato del monje». 

Volvió a la vida civil, combatió la dictadura, pasó por la cárcel después de que le conmutaran la pena de muerte y se convirtió en una especie de conciencia crítica, incluso con las gentes de su mundillo cultural. «A menudo me pregunto qué hemos hecho los intelectuales por la humanidad, y la respuesta es deplorable: prácticamente nada. Dudo mucho de la contribución efectiva o material de poetas e intelectuales a la armonía en el mundo. Existen demasiadas limitaciones para hacer lo que uno desea y yo suelo mantenerme en una actitud de amistad, de amigo del mundo, que nunca actúa como un maestro de la humanidad, sino como un compañero en la vida. A la vez, admito que un egoísmo de poeta limita mi actuación. Reconozco la contribución de la literatura y de los intelectuales a la democratización de Corea en los años setenta y ochenta y eso me enorgullece. Y, por supuesto, estoy dispuesto a colaborar en la lucha contra cualquier problema social emergente. Pero, en mi opinión, es la existencia de un valor imprescindible –la esperanza–, lo que debe permanecer unido a la humanidad para siempre». Se lo dijo a Colinas y, posiblemente, lo repetirá esta tarde en el Auditorio cuando reciba el premio Leteo y se ponga ‘a disposición’ del público pues se ha producido un milagro, que haya aceptado viajar desde la otra parte del mundo, con 92 años, para recibir este premio leonés. Ni su organizador, Rafa Saravia, tenía fe en ello: «Cuando le escribí un poético correo tenía cero esperanzas de que viniera, incluso de que contestara. Pero parece que el tono poético y el hecho de que León sea una tierra de grandes poetas le ha convencido».

Y aquí está este poeta de la paz cuya vida es además una gran novela.

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