El genio desconocido

A la memoria de José Antonio Abella (Burgos, 1956-Madrid, 2024)

José Ignacio García
09/07/2024
 Actualizado a 09/07/2024
José Antonio Abella. | VALNERA EDICIONES
José Antonio Abella. | VALNERA EDICIONES

José Antonio Abella y yo iniciamos nuestra relación, como suele ocurrir con cierta frecuencia con las personas tercas que siempre van de frente, con un encontronazo. Casi con un choque de trenes.

La amistad llegaría después, cuando a él se le pasó el cabreo por haberle encalomado un ilustrador que no era de su agrado en una recopilación de relatos navideños que yo coordinaba, y a mí me encargaron una antología de relatos castellanos y leoneses del siglo XXI en la que su colaboración debería ser piedra angular.

En aquella antología Abella participó con un texto sublime, como no podía ser de otra manera, pero además afloró su vena de editor –había fundado unos años antes la editorial ‘Isla del náufrago’ con el nutricio montante recibido cuando ganó entre más de 5.000 narraciones presentadas a concurso el premio ‘Hucha de oro’, el más sustancioso de los que condecoraban los mejores cuentos cortos en España–, y así me recomendó que incluyera al ilustre Ignacio Sanz como nexo de unión con la última antología de características similares, que José Luis Puerto había recopilado a finales del siglo pasado, me recomendó algún nombre que desconocía y terció infructuosamente ante la familia para que ocupara otro lugar en el libro la obra de José Manuel de la Huerga, otro grande de nuestras letras desaparecido demasiado pronto.

Junto a Ignacio Sanz presentamos la antología en Valladolid y Segovia y de ahí surgió una amistad intensa, bien regada y absolutamente generosa por su parte, que era el escritor de prestigio que, con su humildad proverbial y su talante cabezota, no dudó en ampararme bajo su ala de águila imperial con un cariño y unas valoraciones sobre mi capacidad crítica que no hacían más que sonrojarme. A partir de ahí tuve ocasión de leer y reseñar en diversos periódicos ‘Aquel mar que nunca vimos’, ‘Agnus diaboli’ y ‘El corazón del cíclope’, tres novelas tan majestuosas como dispares en su concepto, su planteamiento, su estructura, su temática y su voz narrativa. Y la amistad siguió creciendo como aquella planta trepadora del cuento infantil.

Supe de su enfermedad a finales de 2021, cuando requerí su presencia como mantenedor en un certamen de relato que coordino. Ya los dolores lumbares encendían las luces de alerta, pero José Antonio, fiel a su palabra y comprometido con nuestra amistad, acudió a mi llamada.

A partir de ahí vino la intervención quirúrgica, el agresivo tratamiento oncológico, los vaticinios desalentadores que a él menos que a nadie, dada su condición de galeno, podían engañar, y la esperanza de vida que le quedaba. Y, lo que para cualquier otro hubiera sido desesperanza, para él fue fuente de vitalidad, estimulada por su dedicación diaria, estajanovista y febril, a la creación literaria, al arraigo de la palabra hablada y escrita.

A pesar de los dolores, del avance inclemente de la enfermedad, el titán burgalés injertado en segoviano hizo frente con audacia, tesón y valentía al cáncer, sin eufemismos, y escribió ‘Cáncer imperator’, una novela gráfica auxiliada en sus imágenes por la IA que, además de retratar desde la ficción la beligerancia del mal, es un verdadero canto a la vida, la esperanza y la amistad.

Mientras tanto, José Antonio recogió el premio Ateneo de Novela de Valladolid, demostrando su honorabilidad cuando mantuvo la donación del importe económico a una oenegé infantil del Tercer Mundo y a la Sociedad Protectora de Animales de Segovia, a pesar de que tenía que sufragar cada mes de su propio bolsillo un tratamiento farmacológico carísimo que no financiaba la Seguridad Social. Asistí a la entrega del premio, y mientras descendíamos la escalinata del Ayuntamiento de Valladolid le hice ver que nadie le iba a reprochar que diera marcha atrás y anulara las donaciones para emplear el dinero en defender su vida. Abella se detuvo, clavó sus ojos relampagueantes en los míos y, con esa voz suave pero enérgica y temperamental que lo caracterizaba, me dio otra de las muchas lecciones que me ha regalado de forma particular durante los últimos cuatro años. «Si mi palabra, la empeñada y la escrita, ha sido siempre mi razón de vivir, no voy a claudicar y a traicionarla ahora». Así continuó una cátedra magistral, didáctica y conmovedora en la que ha puesto de manifiesto su humanismo, su valor, su generosidad y esa dignidad que le permitía mantenerse erguido como el mástil de un navío, por más que la enfermedad y algunos reveses injustos trataran de doblegarlo.

Con José Antonio y María Jesús, ese bastión fundamental a lo largo del tortuoso proceso, tuve ocasión de presenciar el estreno de ‘El maestro que prometió el mar’ en la Seminci de Valladolid, y se me escayoló el vello cuando el público que abarrotaba el teatro Calderón le dedicó una ovación eterna por su colaboración tajante y exigente en la supervisión del guion de la película. Entonces la quimio le había arrebatado el cabello, pero con su humor proverbial me espetó: «¿A que pelón también soy atractivo».

Y es que Abella nos animaba y fortalecía a los demás, veía la enfermedad como algo natural, impedía que nos apenáramos, nos arrancaba sonrisas a nuestro pesar y era capaz de aplicar su testimonio y su vivencia para embalsamar la crispación de otros que padecían el cáncer de cerca, encarnado en familiares inminentes. Como hizo con algunas personas en Medina del Campo, cuando protagonizo de forma presencial el último acto literario al que acudió. Hasta ese privilegio me concedió, el de compartir con él su última aparición pública. Eso fue el 7 de mayo, en la biblioteca pública de la Villa de las Ferias.

Unos días antes, José Antonio y María Jesús me habían acogido en su casa museo segoviana –no debemos olvidar su también extraordinaria condición de escultor– y tuvimos una de esas largas conversaciones que quedarán para siempre en mi memoria, además de poder disfrutar de la lectura en primicia del inicio de dos de sus novelas inéditas. «Es lo último que voy a escribir, ahora que soy consciente de que he perdido la batalla», me confesó impertérrito, como si solo hubiera cedido un amarraco en un envite de mus. Pero mentía, siguió escribiendo con una lucidez frenética durante horas y horas, a veces incluso con el teclado del móvil, cuando las circunstancias no le permitían levantarse de la cama.

Al despedirnos en Medina me pidió «uno de mis abrazos de oso, pero mullidito, que no tenía los huesos para demasiados achuchones». Me emplazó a visitarlo de nuevo en Segovia y me tranquilizó: «No te preocupes, estoy escribiendo dos novelas cortas y dos cuentos largos, y el libreto de una ópera basada en ‘La sonrisa robada’ y no puedo morirme hasta que los acabe». Y me lo dijo con absoluta normalidad, como si las palabras lo mantuvieran vivo, como si el destino le hubiera otorgado una prórroga existencial para terminar sus obras pendientes. Esa misión ineludible que nunca agradeceremos lo suficiente.

Le dio tiempo a terminarlas. Me lo escribió hace unos días por wasap, cuando se despidió de mí, dándome a entender que nuestro abrazo de carne y sentimiento no iba a ser posible. «Estos días me despido de las palabras y de los amigos y a primeros de julio me despediré de la vida». Así me lo dijo, con esa frialdad que anestesiaba la tristeza. Lo tenía todo calculado, como la reedición de ‘La llanura celeste’ y de ‘La sonrisa robada’ (Premio de la Crítica de Castilla y León, 2014), y la publicación de esos tres libros inéditos, que también tienen plazo de edición y adjudicatarios, porque de eso hablamos el último día que le salieron las palabras herrumbrosas a través del móvil.

Ayer estuve en su velatorio y me sobrecogió la atmósfera de placidez, que no de serenidad resignada, que embadurnaba el ambiente. Hasta para superar el último trámite nos dejó preparados a todos los que le admirábamos y queríamos.

Se ha ido uno de los más grandes, sin duda, de nuestras letras. Nos ha abandonado antes de tiempo. Pero nos deja su ejemplo personal y su legado literario. Ganó muchos premios importantes. Los últimos meses acarició con las yemas de los dedos otros que ya no llegarán. Aun así, tengo la convicción íntima de que su obra trascenderá, de que el mundo de la literatura y los lectores no ha descubierto todavía al genio de la palabra empleada con precisión de orfebre, sensibilidad de abuelo y esmero de médico rural. Ese genio desconocido, maestro y amigo, referente y estímulo, que nunca sabrá los miles de lectores que quedan por descubrirle.

O quizás sí.

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