«Ninguna noción, escribió Carey McWilliams en 1946, está más profundamente establecida, ninguna idea se ha hecho más eco con más persistencia a través de los años, que la teoría de que una nueva cultura trascendental nacería un día en California. (y ahondaba en esta apreciación) William Butler Yeats al escribir: ‘Aquí, como en ninguna otra parte de América, me parece oír los pasos de la musa que se acerca’».
(‘Rudolph M. Schindler’, David Gebhard).
Algo parecido siente el espectador que se aproxima a ver la obra -aún inacabada- del Templo de la Sagrada Familia. Un hormigueo corre por su cuerpo sabiendo que contempla una obra trascendental, nacida a finales del siglo XIX en Barcelona de la mano de Antonio Gaudí. Y aquí, como en ninguna otra parte de España, y si me apuran de Europa, le parecerá «oír los pasos de la musa que se acerca».
Comenzaré por decir que el Templo expiatorio de la Sagrada Familia se convirtió en un «campo de batalla» experimental. Tras realizar un Primer Proyecto, en 1885, similar al del arquitecto diocesano Francisco de Paula del Villar, donde mantiene las bóvedas góticas, pero creando el precedente del módulo de 7,50 m., Gaudí pergeña un Segundo Proyecto, en el año 1890, llamado «neogótico», donde se separa de las soluciones manidas imperantes a finales del siglo XIX e introduce el «arco catenario» como sustituto del «arco ojival». Con estos nuevos arcos consigue verticalizar en gran medida las cargas que se trasmiten desde la cubierta hacia el suelo. De esta versión (neogótica) «se llegó a construir una zona importante, la correspondiente al interior de la «fachada del Nacimiento». En esta parte figuran los arranques de los enormes «arcos catenarios» que sostendrían las bóvedas […] y materializa la idea de las fachadas con cuatro torres-campanario…». (‘Antonio Gaudí. Proyectos perdidos’, J. Ibáñez Puche).

No obstante, será con el Tercer Proyecto, de 1914, cuando «sobre la base del 2º Proyecto, Gaudí sustituya los «arcos catenarios» y los pilares verticales por una estructura que responde a un esquema funicular de fuerzas (maqueta funicular). Los pilares comienzan a ser inclinados y se consigue una continuidad entre los soportes y las bóvedas…». (Ibidem) Aquellas investigaciones empíricas, basadas en la observación, la experimentación y la estadística, a través de una gran maqueta funicular –cuyo proceso de diseño y elaboración se desarrolló a lo largo de diez años (1898-1908)–, resultaron ser esenciales a la hora de proyectar la inacabada iglesia de la Colonia Güell; la cual iba a suponer un ensayo preliminar para el citado «templo expiatorio». En 1908 se comienza la cripta, pero en 1914 se suspenden las obras, y con la muerte del mecenas Eusebi Güell –en 1918– se abandonan ‘sine die’.
Despejada la gran duda, en lo concerniente a aquello que conllevaba el ser colaborador de Gaudí, con la de simple ayudante [ver artículo en LNC: Gaudí, el «maestro» de la Basílica (1ª Parte) (08-04-25)], la cuestión que nos atañe ahora es ver que grado de implicación tiene la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús en Gijón, con las obras del genio catalán; en particular con el Templo de la Sagrada Familia.
Hecha la introducción, voy a centrarme en la razón de este artículo, que no es otro que la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús en Gijón. Y les diré que, a parte de las opiniones vertidas por los biógrafos de Gaudí, este tuvo dos estrechos colaboradores, el arquitecto-calculista Joan Rubió i Bellver (1870/1952) y el maestro de obras Claudi Alsina i Bonafont (1859/1934), que supieron llevar a cabo los conocimientos del «maestro» en la creencia de que «una nueva cultura trascendental» para la historia de la arquitectura se estaba gestando en Barcelona.
Para sustentar esta afirmación sobre cimientos sólidos, es preciso retrotraernos en el tiempo. El primero en trabajar para Antonio Gaudí fue Claudi Alsina, quien «construyó la Casa Vicens (1883/85), parte de la cripta de la Sagrada Familia (1883/85), el Colegio de las Teresianas (1887/89) y la Casa de Simón Fdez. y Mariano Andrés (1892/93). Gaudí apreció siempre en Alsina y Bonafont su habilidad para dirigir grandes equipos, estando bajo sus órdenes picapedreros, albañiles y carpinteros (acabó las Teresianas en un año, gracias a su equipo de obreros […] y la Casa de Botines se estima que también fue terminada en un año». (‘150 Aniversario del Nacimiento de Gaudí’, Claudi Alsina Catalá).

Por el contrario, Rubió no se incorporó al equipo de Gaudí hasta que consiguió el título, en 1893. Ese mismo año comenzó a colaborar con «el maestro» (ocupado con el Palacio Episcopal de Astorga y la casa Botines de León). Su ascenso, de ayudante a colaborador, tuvo lugar durante el encargo de la casa Calvet (1898/1900) –la única obra premiada de Gaudí, al otorgarle el Ayto. de Barcelona el premio al mejor edificio del año 1900–, pero antes Joan Rubió había colaborado en el Templo expiatorio de la Sagrada Familia. También participó en la casa Batlló (1904/06), en la Torre Bellesguard (1900/09) y en el Park Güell (1900/1914); así como en la restauración de la catedral de Palma de Mallorca (1903-1914), donde Rubió figura como director de obras. En la Colonia Güell construyó la Cooperativa Obrera.
Con este bagaje constructivo, cabe preguntarse: ¿Qué relación guarda la iglesia de Gijón con el templo expiatorio, tras el encargo realizado por parte de los jesuitas al arquitecto Joan Rubió? Dicho de otra manera, ¿se puede aventurar que la entonces iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de Gijón resultó ser otro ensayo preliminar para el «templo expiatorio»; como luego acabo sucediendo con la iglesia de la Colonia Güell? En este caso la secuencia temporal abala a estos dos «alumnos aventajados», dado que Joan Rubió firmó los planos en 1911, cuando Gaudí aún estaba convencido en que debían de aplicarse los citados «arcos catenarios» en el interior de la Fachada del Nacimiento (cuyos arranques aún se pueden apreciar en el templo actual).
Como arriba se ha mencionado, Joan Rubió firmaba el proyecto en 1911, aunque, por diversas circunstancias que ahora no vienen al caso, la primera piedra no se colocó hasta noviembre de 1913 y la última el 30 de mayo de 1924, el año de su consagración. Ya entonces la iglesia, gracias al «alumno gaudiniano» Alsina, afincado en Gijón, desde el año 1902, y a el arquitecto municipal de Gijón, Miguel García de la Cruz -que mantenía fluida correspondencia con Rubió-, fue considerada como la de mayor complejidad en la villa gijonesa hasta la fecha; y no solo por los 27 metros de altura que adquieren los “arcos parabólicos”, como ya se ha descrito en el artículo: ‘Gaudí, el «maestro» de la Basílica (1ª Parte)’.

Por todo lo expuesto, se puede afirmar que Gaudí es el “maestro” y el alma mater de la Basílica, aunque su maestría duró solo un tiempo prudencial, pues, en la mente de todo genio nada es definitivo …, y en su inconsciente esta per se (de por sí) el innovar. «Sorprendentemente, de este tercer proyecto parabólico (tan pensado y durante tantos años trabajado) no se llegó a construir nada, por lo que solo podemos contemplarlo mediante las maquetas de hasta cuatro metros de altura que Gaudí construyó en su obrador…». (‘Antonio Gaudí. Proyectos perdidos’, J. Ibáñez Puche).
¿La razón? «Elemental, mi querido Watson», que diría Sherlock Holmes. Gaudí siguió innovando a lo largo de los años…, y el diseño de la «maqueta funicular» fue sustituido por un Cuarto Proyecto, en 1921; este no es otro que el que hoy en día conocemos por sus «pilares arbóreos», paraboloides hiperbólicos e hiperboloides, que dejan pasar la luz cenital y dan forman a la cubierta. Esta cuarta versión, pues, llamada «arborescente» por similitud de los soportes con las ramas de los árboles que se ramifican a medida que ganan altura, no fue un diseño nuevo, sino el proyecto definitivo. Y me pregunto, finalizando esta reflexión: si Gaudí hubiera detenido sus investigaciones en 1914, ¿acaso no sería hoy la «iglesia de los jesuitas» en Gijón, no solo una obra adelantada a su tiempo y el ensayo preliminar del Templo expiatorio de la Sagrada Familia, sino, además, lo que hoy veríamos plasmado a gran escala en Barcelona? Como siempre, Gaudí, el «maestro»” de la Basílica, iba por delante de sus colaboradores, que no dejaban de oír –cuando a ellos se dirigía– «los pasos de la musa que se acerca».