La primera vez que Francesca Hayward y Marcelino Sambé bailaron juntos ‘La fille mal gardée’, en 2016, ambos debutaban en los papeles de Lise y Colas, como parte del segundo elenco del Royal Ballet. La inglesa (1992) venía de ascender, en apenas cuatro cursos, de la base -el cuerpo de ballet- hasta el escalafón más alto -solista principal- de la compañía londinense, mientras que el portugués (1994) aún estaba a mitad de camino; alcanzaría la cima en 2019. Pese a su juventud, los críticos que presenciaron las funciones -matinales- alabaron la velocidad de sus giros, la ligereza de sus saltos, su técnica, su naturalidad y su finura cómica, nunca forzada.
Casi una década más tarde, el sábado 8 de noviembre a las 18.00 -retransmitido en las salas de Cines Van Gogh desde Londres-, la dupla regresa a Covent Garden para volver a compartir la comedia de Ashton. Y lo hacen ya como dos estrellas, curtidas en los protagonistas más destacados (’Julieta’, ‘Giselle’, ‘Odette’; ‘Romeo’, ‘Siegfried’, ‘Des Grieux’), portada de revistas de moda y hasta de campañas, como la de Hayward para H&M. El premio Nacional de la Crítica lo galardonó a él en 2017 y 2019 y a ella en 2016 y 2019. Amigos cercanos, se conocen tan bien que bailan casi de memoria. Y han compartido dos hitos recientes: Christopher Wheeldon creó específicamente para ellos en 2022 ‘Como agua para chocolate’, sobre la novela de Laura Esquivel; y el Royal Ballet los escogió para representar a la casa en la coronación de Carlos III. Dos descendientes de inmigrantes (ella, de Kenia; él, de Guinea) fueron los embajadores de la danza inglesa en pleno Brexit. Recogían un testigo que viene de lejos: ‘La fille mal gardée’, considerado el ballet británico por antonomasia, se originó en Francia, contiene música de compositores italianos y lo popularizó un coreógrafo nacido en Ecuador.
Se estrenó en Burdeos en 1789, y es el más antiguo que se conserva en el repertorio. Entre aquella versión y las posteriores, apenas coinciden el título y la trama: el romance de dos jóvenes campesinos que tratan de zafarse de la vigilancia de la madre de ella. En cambio, no se mantienen ni la música ni la coreografía originales del francés Jean Dauberval, lo que ilustra la evolución constante del género. Durante dos siglos, se sucedieron revisiones de prestigio: Jean Aumer en París (1828), Paul Taglioni en Berlín (1864), Petipa e Ivanov para el Mariinski (1885)… Hasta que en 1959 Sir Frederick Ashton decidió darle un lavado de cara. Aunque sus coetáneos mostraron escepticismo, él sentía que debía rendir homenaje a su amada campiña inglesa, con sus picnics o su ‘Maypole’ (el poste clavado en la tierra en torno al cual se trenzan lazos para dar la bienvenida a la cosecha). Se inspiró en los cuadros del paisajista Constable.
Ashton (Guayaquil, 1904 - Eye, 1988) picó de aquí y de allá para esta coreografía, pero logró un conjunto coherente y magníficamente estructurado. Le inyectó la técnica y la pureza de su estilo neoclásico (por ejemplo, en los complejos y muy líricos ‘pas de deux’) y buenas dosis de ternura y de fibra cómica, como en la danza de los polluelos. Para potenciar el sabor folclórico, acudió junto al compositor Lanchberry a una fiesta popular en Lancashire; de ahí provine el número de la viuda calzada con los zuecos. Por su parte, el músico elaboró una especie de collage musical a partir de la original de Ferdinand Hérold (París, 1828), con préstamos de Rossini o de Donizetti.
Gracias a la bailarina soviética Tamara Karsavina, que conocía de cerca el montaje de Ivanov, Ashton descubrió la escena de mímica en la que Lise imagina su futuro, y la incorporó a su obra. También recurrió al ya existente ‘pas de ruban’, en el cual los amantes se atan con una cinta, y que nunca había estado tan cargado de simbolismo. Tras ese momento íntimo, añadió un espectacular ‘Grand adage’ en el que otras ocho mujeres usan ese mismo tipo de cintas.
‘La fille’ conquistó a la crítica por su perfección y al público por su tono cercano de comedia romántica, tan poco habitual de un género en el que abundan las muertes y sacrificios. Liviana pero encantadora, contagia alegría de vivir. Se convirtió en un tesoro nacional, quintaesencia del estilo inglés de danza, basado en una técnica clásica y en una mayor atención a la parte superior del cuerpo del bailarín (su cabeza, hombros o manos, frente a los rusos o norteamericanos, centrados en las piernas).
La compañía ha mantenido ‘La fille’ cada temporada, ahora con una escenografía bucólica y colorista de Osbert Lancaster. A la batuta, un especialista como Jonathan Lo (Hong Kong, 1987), siempre fino, sensible y vivaz. Hoy responsable musical del Australian Ballet, en Londres ha dirigido casi todos los clásicos del repertorio.