Es curioso, muy curioso, buscar y encontrar un tesoro cultural cuando menos te lo esperas. ¿Os ha ocurrido a vosotros alguna vez? A mí, lo confieso, me encanta estar en el momento y en el lugar adecuado parar abrir los ojos y ver, en el horizonte, la salida del sol. Y por eso madrugo y quito el polvo a los legajos sobre los que otros personajes, respetuosos con la historia, como yo, pensaron que en un futuro –hoy mismo– podrían ser útiles para la sociedad. No romper y guardar. La destrucción, a nuestro lado, no existe. Quiero decir, y digo, que bendito el instante en el que el reloj del tiempo marca en sus agujas la hora exacta en que ha de volver a florecer esa pequeña esquirla de oro con sabor histórico.
Reconozco, amables lectores, que no me entendéis si no os lo explico bien. Y a ello voy con mis mejores intenciones.
Hace años, buscando un ‘no sé qué», encontré a cambio una antigua litografía realizada por el artista francés Barón Louis Albert Guillain Bacler d’Alber (1761-1824), cuyo título es el siguiente: ‘Les Boues de Valderas’ (‘Los fangales –o el lodo– de Valderas’). Y como Valderas tiene un hueco en mi corazón cazurro, ni que decir tiene que, además de abrir mis ojos, abrí mi cartera para… ya me entendéis. Y, con la mejor de mis intenciones, esta litografía la traje conmigo protegida entre paños de seda para que el sabor del cielo perdurara e incluso mejorara después de la oportuna investigación.
Y hoy, como ayer, siempre estoy dispuesto a dejar la puerta abierta para que entre o salga la verdad necesaria que ha de traducir, si procede, la voz de un suspiro. Por eso aquí, bajo este punto y aparte, presento el contenido del texto que aparece en la parte inferior del grabado y su traducción en castellano:
«Les Boues de Valderas
En Xbre 1808. Garmée française poursuivoit les Anglais vers la Galice, des pluies contanuelles avoient inondé les chemins qui néloient plus que de Vastes Bourbiers en périrent beaucoup de chevaua et de Bagages»
«Los Fangales de Valderas
En diciembre de 1808 el ejército francés perseguía a los ingleses hacia Galicia. Las lluvias continuas habían inundado los caminos que eran más que vastos lodazales. Perecieron muchos jinetes y equipajes (enseres)».
Y con estos datos, y aquellos barros, florecieron las flores en la primavera de 2023. Y me sigo explicando, con la tinta negra de un pasaje de la historia por tierras leonesas:
En el año 1808, el ejército británico, comandado por Sir John Moore, se dirigía a la conquista de Madrid. Y aquel avance no fue del agrado de Napoleón, por lo que él mismo y su ejército, con nada menos que doscientos mil infantes y cincuenta mil jinetes, partieron, con excesivas prisas, desde Madrid a su encuentro, para obligarles a retroceder hasta el último rincón de Galicia.
Napoleón y su ejército, así, pasaron por Valladolid y recalaron en Villalpando (Zamora), antes de llegar a Valderas, donde ocuparon la primera planta del seminario como cuartel general. Allí, al parecer, estuvieron ocho días. Y, entre permanentes borracheras, decidieron continuar su marcha con dirección a La Bañeza, donde llegarían el 31 de diciembre. Pero antes, una vez más y sin venir a cuento, Napoleón Bonaparte dejó su firma destructiva en Valderas: el 28 de diciembre de 1808, a este sanguinario personaje, destructor de hombres, de monumentos y de cultura, no se le ocurrió otra barbaridad ‘más gorda’ que quemar miles de documentos, procedentes del archivo de la villa, en el patio del seminario. Incendio que todavía, hoy día, se mantiene vivo con las brasas perennes de la impotencia y con la mayor de las bofetadas que otorga un silencio no deseado.
Lo que ocurrió después tuvo por protagonista la lluvia. Una lluvia torrencial que hacía de los caminos y tierras unos lodazales, y aumentaba de forma alarmante los caudales de los arroyos y de los ríos (Esla y Órbigo, sin puentes ya que habían sido destruidos por los anglo/portugueses en su retirada hacia Galicia). El ejército de Napoleón, para que nos entendamos, tuvo que ‘luchar’, también, contra el poder de la Naturaleza. Y según cuenta la historia, no les fue nada fácil ganar aquella batalla: desnudos debían cruzar las torrenciales aguas frías de los ríos, llevando sobre sus cabezas las armas y los efectos personales. Y una vez conseguido (los que lo lograban, porque allí murieron decenas de soldados), tuvieron que luchar contra otras poderosas ‘armas’ no previstas en el manual de la guerra: los fangales o lodazales.
Dicho lo dicho, ahora sí, estimados lectores, el mensaje de esta antigua litografía ilustra a la perfección aquel pasaje de la historia por Valderas.
Y, con esta simple disculpa, a Valderas regresé en su momento, para pasear por la villa y atrapar con mi cámara fotográfica sus rincones más llamativos. Me detuve, en primer lugar, en la ermita del Otero (correspondiente al siglo XIV y formando parte de una hospedería del Camino de Santiago); sentí curiosidad por ver –bien lo sabéis por qué– el patio del seminario (edificio fundado por fray Mateo Panduro y Villafañe, en 1738) y, para calmar mis sofocos extrasensoriales, subí hasta el montículo donde los restos de un enorme castillo, reducido a la mínima expresión, tiemblan de frío y penden de un hilo. Y allí, amigos míos, oteé el horizonte en busca de –por qué no decirlo– la belleza que ahora mismo se respira en tiempos de paz y ante la ausencia de aquellos ‘barros’, más que significativos.
Podéis creerme o no. Lo cierto es que, envuelto por una ansiada soledad, saqué de mi mochila el cuaderno de notas y, sin más demora…, comencé a escribir (lo que sigue a continuación, respetando ‘puntos y comas’):
Me encuentro...
Cuando quise darme cuenta de dónde me habían llevado los pasos, me encontraba a la orilla de unas ruinas insultantes: las ruinas del castillo de Altafría, en Valderas, cobijo de reyes y reinas y de señoras y señores de muy alta alcurnia y, ahora, no obstante, abandonado, maltratado y descarnado por la indiferencia y la climatología. Castillo que, desde el siglo X, se utilizó como bastión de defensa para que los enemigos castellanos no asaltaran el corazón de la villa tras sobrepasar la línea húmeda que delimitaba el paso del río Cea. Ay…
¡Cómo duele ver el equilibrio que han de hacer estas piedras para sostener el peso y el paso de la historia por Valderas!
Y, a pesar del mayor de los pesares, a su sombra se abren los ojos, también, para observar los senderos que ha dejado el hombre de hoy, rastrillo en mano, para recoger las cosechas de cereales por esos grandes rastrojos que se funden con el horizonte gris. Tierras que dieron a sus dueños el “ciento por uno” –ya veis–, salpicadas, según se mire, por casetas y caseríos con chimeneas que no ahúman, tal vez por ser la hora de la siesta.
Y que nadie se olvide, eso tampoco, de disfrutar de esas isletas verdes que, lejos de permanecer en el anonimato, luchan por mantener fresca cualquier mirada –como la mía– antes de formar parte de la cadena alimenticia de cualquier ser rumiante.
Mirad. Poned atención y veréis desde aquí, desde el cerro de Altafría, en Valderas, una belleza inmensurable. ¿No os parece?