Evadiendo realidades

Nueva entrega del serial Senderos de inspiración, por Nuria Crespo y José Antonio Santocildes

Nuria Crespo y José Antonio Santocildes
20/04/2025
 Actualizado a 20/04/2025
Evadiendo realidades.
Evadiendo realidades.

En el vasto telar de la existencia, donde los hilos del tiempo se entretejen con los suspiros del alma, hay un murmullo quedo, un eco que resuena en los rincones más oscuros de nuestro ser: el anhelo de escapar de todo, de todos, de nuestra vida, de nuestro mundo, de nuestro tiempo. Huimos, sí, con pasos torpes y corazones agitados, de esa realidad desnuda que nos mira con ojos implacables, como un espejo que no miente, como un juez que no se doblega, como una verdad que busca revelarse. La vida, con su severa crudeza, se alza ante nosotros, y en lugar de tenderle la mano, en ocasiones preferimos cerrar los ojos, taparnos los oídos, darle la espalda y construir frágiles e ilusorios castillos de arena en los que escondernos, en los que refugiarnos.

Los capciosos lugares que nos acogen son muchos y muy variados. Hay quien se pierde en el dulce y embriagador torbellino de una botella que promete un olvido efímero, para posteriormente ceder el paso a la frustración más desesperada, un bálsamo que adormece el alma mientras quema la garganta. Otros se refugian en el resplandor hipnótico de pantallas infinitas, taladrando las neuronas con sonidos y colores que no cesan, donde mundos ficticios despliegan sus alas y nos elevan por encima del hastío de lo cotidiano. Otros se entregan al frenesí voraz del consumo excesivo, acumulando brillantes objetos, vacíos e innecesarios que llenan las manos pero no el alma, como si la felicidad pudiera comprarse en cuotas o envolverse en papel de regalo.

Y qué decir de esos que tejen mentiras como si fueran mantas, cálidas y suaves al tacto, pero raídas en su esencia. Se cuentan historias a sí mismos, relatos dorados donde el dolor no existe, donde las culpas se diluyen como sombras al mediodía. «No es mi culpa», susurran, mientras el viento arrastra sus palabras al abismo. «Mañana lo enfrentaré», prometen, mientras el mañana se convierte en un eterno espejismo, en un fantasmal oasis, en una ilusión que se desvanece con los primeros rayos de sol. Son arquitectos de ilusiones, pintando sonrisas sobre rostros agrietados, intentando que el maquillaje borre las grietas que arañan las entrañas.

Pero la realidad, esa dama inflexible y paciente, no se desvanece ni tampoco nos abandona. Aguarda, con su ristra de verdades molestas y afiladas, en los silencios que evitamos, en las noches que nos desnudan, en los espejos que esquivamos. Nos persigue con la tenacidad de un río que erosiona la piedra, con la quietud de un amanecer que jamás falta a su cita diaria con la vida. Y nosotros, frágiles, humanos, corremos en círculos, exhaustos, buscando salidas que no existen, puertas que solo conducen a más laberintos, más largos cada vez, más intrincados cada vez. Nos herimos en la huida, nos perdemos en la niebla, y aun así, seguimos corriendo, como si el movimiento pudiera engañar al tiempo, como si el ruido pudiera ahogar la verdad, como si hubiera un lugar donde esconderse, como si hubiera un lugar al que llegar.

Sin embargo, en el fondo de este torbellino, late una chispa, un susurro de redención. Porque incluso en nuestra huida, llevamos con nosotros el germen de la valentía y la semilla de la verdad. Está en ese temblor que se apodera del cuerpo, en el parpadeo de los ojos que se apartan de la pantalla para mirar por la ventana, en el suspiro que escapa al apagar las luces, dejando que el silencio hable. Somos más que nuestras fugas, más que nuestras máscaras. Somos los portadores de un corazón que, aunque herido, sigue latiendo; de una mente que, aunque nublada, sigue buscando; de una esencia que, aunque cansada, sigue esperando que la descubramos.

Entonces, ¿qué nos queda? Alzar la mirada, quizá. Dejar de correr y pararnos, con los pies hundidos en la tierra húmeda, frente a esa realidad que tanto tememos. No es un monstruo, después de todo, sino un reflejo de nosotros mismos: imperfectos, rotos, pero también vastos, profundos y llenos de posibilidades. Enfrentarla no es rendirse, sino despertar. Es tomar el dolor y transformarlo en lección, la pérdida en memoria, el miedo en combustible. Es caminar con las cicatrices a la vista, no como trofeos, sino como mapas que nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos.

La vida no pide que seamos invencibles, sino que estemos presentes. Que abracemos sus días luminosos y sus noches oscuras, que dancemos con sus alegrías y lloremos sus duelos. No hay refugios que valgan la pena si nos alejan de nosotros mismos, no hay mentira que resista el peso de la verdad. Así que dejemos de construir murallas de humo, dejemos de buscar atajos en el desierto. La existencia es un sendero sin fin, y la única forma de recorrerlo es con los ojos abiertos, el corazón expuesto y las manos dispuestas a tocar, a sentir, a vivir. No hay evasión que cure, no hay sombra que redima. Solo en la cruda luz de lo real encontramos nuestra fuerza, nuestra paz, nuestro lugar. Enfrentemos la vida, no como enemigos, sino como amantes valientes, sabiendo que cada paso, cada herida, cada amanecer nos pertenece. Porque huir es perderse, pero quedarse es encontrarse.
 

 

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