Constante, errante y por momentos agotador es el caminar por los eternos senderos de la vida. Allá donde las olas del tiempo chocan contra las rocas de nuestra alma, hay un deseo eterno, un insistente susurro que nos arrastra como el viento a la hojarasca: la constante búsqueda de la felicidad. Es una palabra suave, luminosa, que danza en nuestros labios y se cuela en nuestros mejores sueños, sutilmente, sagazmente, pero ¿qué es, en verdad, esa chispa esquiva que perseguimos con pasos ansiosos y corazones hambrientos? La imaginamos como un tesoro dorado, un cofre rebosante de promesas, y corremos hacia ella con los ojos vendados, tropezando en la penumbra, sin detenernos a preguntar si en realidad sabemos lo que estamos buscando.
El ser humano, frágil pero grandioso, teje su vida en torno a esta cacería incansable, alzando palacios de ambición, muros relucientes de posesiones que brillan o recreándose en efímeras relaciones que no apagan la sed de su búsqueda. Piensa que en lo tangible hallará el descanso, que el tintineo de las monedas apagará el eco de su inquietud, observándose en el espejo de lo material, esperando que el reflejo le devuelva una sonrisa amable y sincera, pero el cristal permanece frío, mudo, incapaz de insuflar paz. Y entonces, cuando el brillo se apaga, cuando las cosas se desgastan y las personas se marchan, la soledad lo invade, quedándose solo, con las manos vacías y el alma más hueca que antes.
Los hay que, con ojos esperanzados y pechos vulnerables, buscan esa luz en brazos de alguien más, depositando su anhelo en corazones ajenos que no siempre saben apreciar. Aman con furia, con necesidad, aferrándose a promesas susurradas en la noche y a cuerpos que los sostengan cuando el mundo se quiebra. Pero las personas cambian, vienen, van, y cuando se alejan, porque siempre lo hacen, en algún momento, en algún lugar, los dejan varados en la orilla, con el sabor salado de la pérdida en su boca y un vacío que las palabras no pueden explicar.
Qué peligroso, pues, es este erróneo peregrinar. Buscar la felicidad fuera de nosotros es como perseguir un espejismo en el desierto: cada paso nos agota y cada sorbo de ilusión nos seca en demasía. Nos herimos en el camino, nos desgastamos en la espera, entregamos pedazos de nuestro ser a falsos dioses que jamás nos podrán salvar. Las cosas se rompen, las personas fallan y nosotros, ciegos en nuestra carrera, solemos rompernos también. Por tanto, hay un veneno sutil en esta búsqueda externa que nos hace olvidar que el verdadero manantial no está en el horizonte, sino en el profundo silencio de nuestro interior, ese que no queremos sentir, ese que no nos gusta enfrentar.
Porque la felicidad, con su delicadeza y variabilidad eternas, no vive en los escaparates ni en las manos de otros. Brota dentro, en los rincones callados del alma, donde el ruido del mundo no consigue llegar. Es un latido apenas perceptible, un calor suave que no necesita aplausos, alimentándose de lo pequeño, de lo puro, de lo que pasa desapercibido en nuestra prisa. Es la paz de cerrar los ojos y saber que estamos vivos, que respiramos y que sabemos apreciar.
Sin embargo, qué difícil es volver la mirada hacia dentro. Nos asusta el silencio, nos intimida la soledad, como si en ella fuéramos a encontrar un abismo desconocido que no podremos enfrentar. Pero no hay vacío posible en el alma que se escucha, solo un paisaje vasto, un cielo eterno donde las estrellas brillan sin pausa, sin prisa, sin descanso ni final. La felicidad no es un premio que se gana, sino un estado que se cultiva, una semilla que florece cuando la regamos con aceptación, con gratitud, con amor hacia nosotros mismos. No depende de lo que tenemos, sino de lo que somos; no espera a mañana, sino que nos abraza hoy, aquí, en este instante, en este lugar.
Dejemos, entonces, de correr tras sombras que se desvanecen. Soltemos el lastre de lo externo, las expectativas que nos atan a lo imposible. La vida, con su caos radiante y sus días imperfectos, nos invita a detenernos, a respirar, a mirar con ojos nuevos las maravillas sencillas que nos rodean. Ahí, en lo humilde, en lo cercano, en lo que no cuesta ni exige, late la esencia de lo que tanto anhelamos, aún cuando no sabemos apreciarlo.
Así pues, la felicidad no se encuentra, se habita. No está en las cumbres lejanas ni en los brazos prestados, sino en el suelo firme de nuestra esencia, de nuestro ser, en la quietud valiente de aceptarnos tal como somos, sin mentiras, sin máscaras, sin disfraces. Busquémosla en las cosas pequeñas, en los instantes fugaces que el alma atesora en la calma de su interior. Volvamos a casa, a nosotros mismos, y descubramos que siempre estuvo ahí, esperando, con los brazos abiertos, en el rincón más dulce y olvidado de lo que en verdad somos. Porque la verdadera felicidad no es un destino, sino un regreso, un hogar al que siempre podemos y debemos volver.