El melodrama de Verdi volvía a Madrid, donde no se veía desde 2005. La nueva producción del escocés David McVicar, intimista, tradicional y sombría, se documentó sobre los escenarios reales en que se basó Alejandro Dumas, hijo, para su novela ‘La dama de las camelias’. Traducida a 100 lenguas, fue el germen del libreto que Francesco M. Piave (autor de ‘Rigoletto’) entregaría al compositor italiano. El escritor francés relató la historia de una cortesana real, Alphonsine Plessis, cuya belleza y encanto le permitieron vivir con gran lujo, mantenida por los aristócratas, hasta su muerte por tuberculosis a los 23 años.
En la obra, Margarita Gautier se enamora de un joven burgués pero debe abandonarle para no manchar la reputación de su familia. A Verdi le interesó especialmente ese aspecto de la trama. Viudo durante casi una década, en 1848 se enamoró de la ilustre soprano Giuseppina Strepponi. Convivieron en Busseto sin casarse, un «pecado» por el que los vecinos les hicieron el vacío. Acabaron mudándose a París. El maestro, antes considerado un hombre conservador, quiso reivindicar a la mujer caída que se redime de su pasado. De paso, lanzó una crítica a la hipocresía de la sociedad.

Desde entonces, La traviata no ha dejado de representarse. Es el clásico más querido del repertorio, perfecto para iniciarse, como hacía Julia Roberts en ‘Pretty Woman’. El público adora sus valores humanos y su música, llena de vida, gracia, insolencia, pasión. Fluyen las melodías inolvidables, como ‘Sempre libera’, el brindis Libiamo o ‘Di Provenza il mar’, pero también encontramos escenas de una densidad y complejidad inéditas, sobre todo el dúo entre la cortesana y el padre de su amado, dividido en siete secciones.
‘La traviata’ lo revolucionó todo sin quebrantar la tradición: mantuvo la estructura del bel canto, basada en números cerrados (arias, dúos), pero incorporó un canto más coloquial y una orquesta que evoca sentimientos mediante los leitmotive. Verdi logró la unión de la estructura dramática y la musical, y describió musicalmente un tiempo y un lugar, el París del XIX, con sus bailes de moda: la polca, el galop y, cómo no, el vals. También distinguió entre el ambiente frívolo de las fiestas y el íntimo y solemne del desenlace. Ambos aparecen ya en el preludio, en el que oímos por primera vez la melodía de ‘Amami Alfredo’. Sonará más adelante, mediado el segundo acto, en la voz de la heroína, justo antes de separarse de su amado. El compositor volvía a demostrar su don para concentrar en pocos segundos (y con solo tres acordes básicos) una enorme carga expresiva.