El entierro

Por Saturnino Alonso Requejo

10/09/2023
 Actualizado a 10/09/2023

Sucedió en un pueblo, de cuyo nombre sí quiero acordarme, que se había muerto de muchos años el tío TEODOMIRO: aquel buen vecino, amigo de hacer favores, que asistía puntual a todos los concejos y no se perdía ninguna hacendera comunal. Aunque el día había amanecido destemplado y el cielo era de panza de burro, todo el vecindario había acudido al entierro como si se tratara de un pariente cercano y bien querido,

– Los niños de escuela, en dos filas, detrás de la cruz alzada que levantaba en alto e1 viejo Sacristán. Y los dos faroles levantados al cielo por dos viudos añosos.
– Los hombres, con los pulgares en la cincha, y retorciendo la boina negra entre las manos callosas.
– Las mujeres, con el pañuelo negro anudado bajo la barbilla, y el velo transparente cayendo en cascada hasta el remanso transitable de su cintura.

De esta guisa cumplía cada uno con la santa tradición, y ponían en práctica la séptima Obra de Misericordia de las Corporales que mandaba «ENTERRAR A LOS MUERTOS». Y a nadie se le ocurría decir aquello, tan poco cristiano, de «El Muerto al hoyo y el Vivo al bollo».

Habiendo ya dado tierra al Teodomiro, el que más y el que menos regresaba a su casa con la cabeza gacha y los pensamientos de punta como si fueran la estocada en el morrillo de un toro. Porque hoy tú, y mañana yo, hasta que ya no seamos más que un recuerdo o a lo más una brizna humana.

Y en todas las frentes seguía resonando aquella catarata de paletadas sobre la caja de pino.
¡Oye, tú, que cada uno las oía como si cayeran sobre su propio corazón!

Llegada la comitiva a la primera casa del pueblo,
¡Zas!: el tío Simplicio que venía con su vara de fresno arreando a su pareja de vacas, la Montañesa y la Torcida eran. Dos vecinas más, conocidas de todos, como si fueran de la propia familia.

Fue entonces cuando el Alcalde Pedáneo se acercó al Simplicio, le puso la mano derecha sobre el hombro caído, y, como autoridad que era, le afeó el hecho de no haber asistido a dar tierra al difunto Teo. Y, metiéndole la nariz ganchuda en la cara, le pronosticó:

– ¡Hoy sí te canta las cuarenta la tú Virtudes! ¡Es capaz de darte en los morros con la sartenona de freir las morcillas!
¡Oye, tío, que el Alcalde parecía el Párroco de todos aquellos pueblos de la redonda.

Fue entonces cuando el Simplicio, que no mostraba arrepentimiento alguno, se rascó la calva bajo la boina desleída y justificó su mala conducta con estas palabras:
– ¡NO HE ASISTIDO A SU ENTIERRO PORQUE ÉL TAMPOCO ASISTIRÁ AL MÍO!

Ni siquiera la Lógica de Aristóteles ni la de Kant habían sido tan rotundas.
¡DESCANSE EN PAZ EL TEODOMIRO, Y AMÉN!

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