Emociones: brújula y desafío

El artista José Antonio Santocildes y la escritora Nuria Crespo nos sorprenden con esta danza mágica que surge entre el dibujo y el texto, entre los trazos y las palabras, para que todos podamos disfrutar cada semana de esta peculiar colaboración

José Antonio Santocildes
Nuria Crespo
09/11/2025
 Actualizado a 09/11/2025
Emociones, brujula y desafío
Emociones, brujula y desafío

Somos, en esencia, seres sensibles tejidos con retazos de virtuosa emoción. No somos máquinas pensantes que, incidentalmente, sienten; somos almas que sienten y que piensan para dar sentido a ese sentir. La emoción en sí misma es el pulso invisible de la existencia más pura, el lenguaje universal del espíritu. Es el motor silente que nos empuja a levantarnos cada mañana y el eco de lo vivido que nos acompaña al caer la noche. Nuestras emociones, en su vasta y a veces caótica orquesta, son mucho más que meras reacciones químicas; son un sistema de navegación interno de una sofisticación asombrosa.

Son la brújula que, bien calibrada, puede guiarnos a través de los mares más tempestuosos y las engañosas calmas de la vida. Nos hablan sin palabras, a través del puro sentir, nos indican qué caminos nutren nuestra esencia y cuáles nos alejan de nuestro verdadero norte. Pero para eso debes dejarte llevar, debes aprender a sentir y a sentirlas. Las emociones "positivas" recorren el cuerpo y llenan el alma de un modo que aún no podemos comprender.

La alegría que nos inunda al abrazar a alguien que amamos, la serenidad que nos regala un atardecer o la gratitud que nace ante un gesto inesperado son como la luz del sol que nos calienta la piel en un día de invierno. Son la fuerza que expande todo nuestro ser y nos conecta con el mundo, volviendo por un momento a confiar en la vida. Son la recompensa biológica que nos indica: "Aquí es, permanece, esto es bueno". Pero la vida es como es, un juego de luces y sombras, una perenne dualidad que siempre nos acompañará, y las emociones "negativas" forman parte de ello, siendo, tal vez, las que más solemos evitar.

El dolor punzante de la tristeza, la furia ardiente de la ira, la sutil mordedura de la envidia o el frío escalofrío del miedo son algunas de ellas. Que sean "negativas" no implica que debamos erradicarlas; al contrario, siempre llevan consigo los mensajes más importantes y urgentes. Son alarmas que nos protegen, gritos desesperados del alma que nos avisan de un límite violado, de una necesidad insatisfecha o de un peligro inminente. Uno de los errores fundamentales de nuestra cultura es silenciar estas emociones incómodas, empujarlas bajo la alfombra de la conciencia y fingir que nunca han existido. Sin embargo, lo que negamos no desaparece; se enquista, se pudre en la sombra y, a la larga, se convierte en enfermedad, en muros invisibles que nos aíslan del mundo y, lo que es peor, de nosotros mismos.

Cada una de nuestras emociones lleva, por tanto, un aviso bajo el brazo. Un sobre lacrado con una verdad que se niega a ser ignorada. El problema no es sentir, sino la incapacidad de detenernos y descifrar lo que intentan decirnos. Pero, para descifrar estos mensajes, se requiere de un acto de coraje y de amor propio en toda su extensión: el silencio. Ese silencio atento donde la emoción, cruda y directa, se transforma en sabiduría. Déjala ser, déjala estar y pregúntale qué pide, qué necesita. Pregúntale qué viene a decirte, no temas hablarle. Y ella... ella simplemente te responderá si estás dispuesto a escucharla. El verdadero desafío reside en aprender a controlar, gestionar e integrar todas esas emociones que en ocasiones nos abruman para que ellas no nos controlen a nosotros.

La meta no es convertirnos en seres insensibles o en bloques de piedra, sino alcanzar una regulación emocional que nos conducirá a una vida más saludable y plena. La gestión emocional no consiste en suprimir, sino en experimentar sin reaccionar de manera automática. Consiste en sentir el fuego de la rabia y, aun así, elegir no quemar a nadie. Es sentir el peso de la tristeza y, aun así, elegir levantarse y pedir ayuda.

Es pasar de ser el juguete de la emoción a ser el observador consciente de la misma, lo cual se logra con la práctica diaria de la autocompasión, la introspección y la responsabilidad sobre nuestro mundo interior. Es darle a la emoción el espacio que necesita, nombrarla, no negarla, aceptarla, darle las gracias por su mensaje y luego, conscientemente, elegir la acción que esté más alineada con nuestros valores más altos, y no con el impulso primitivo que suele dominarnos. Así pues, las emociones son como las mareas que empujan el barco de tu alma.

No las inventaste tú; llegaron con tu primer llanto y se quedarán hasta tu último suspiro. A veces son la brisa que hincha las velas; otras, las olas que rompen el mástil. Aprender a navegarlas no es negarlas, es escuchar sin que te ahogues en ellas. Tus emociones son mensajeros, no verdugos. Recíbelas, pregúntales, agradéceles y decide si las invitas a quedarse o las despides con cariño. Porque el día que aprendas a ser el anfitrión de tus mareas, el barco de tu vida navegará con viento propio y siempre a favor. Y cuando llegues a puerto, no será porque la tormenta cesó, sino porque supiste cómo surfearla.

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