El fin de la historia

Bruno Marcos comenta la exposición del artista cubano Adrián Melis 'El silencio absoluto no existe' que hasta el próximo 12 de noviembre puede visitarse en la sede de la Fundación Cerezales antonino y Cinia

Bruno Marcos
24/08/2017
 Actualizado a 05/09/2019
Vista de la exposición ‘El silencio absoluto no existe’. | JUAN LUIS GARCÍA
Vista de la exposición ‘El silencio absoluto no existe’. | JUAN LUIS GARCÍA
Hace algo más de dos décadas se hizo popular un análisis que certificaba el fin de la historia. Se refería su autor, Francis Fukuyama, al fin de la historia concebida como una sucesión de duelos entre ideologías contrarias. Ese cierre de la historia venía dado por la caída del muro de Berlín, el fracaso definitivo del comunismo y la disolución de la URSS. El sistema de socialización de los medios de producción que se había instaurado desde la revolución soviética de 1917 en la mitad del mundo reconocía, a principios de los años noventa, que el liberalismo económico había conseguido ganar la batalla demostrando que en los países capitalistas se vivía mejor sin necesidad de perder la libertad ni la propiedad privada y que estos, además, habían sido capaces de asumir y satisfacer buena parte de las reivindicaciones socioeconómicas que iban planteando las sociedades.

El artista Adrián Melis, que muestra sus obras desde hace pocos días en la Fundación Cerezales, proviene de un país, Cuba, que se mantiene solitario en el planeta como si ese final de la historia no se hubiese producido, superviviente, aunque anémico, del desmoronamiento de aquel gigantesco proyecto olvidado, como prueba de que existió, o, más bien, como su mausoleo vivo.

El humor triste de Melis lleva una pólvora lúcida cuya explosión retrata una Cuba más allá del fracaso, inmersa en el absurdo, como una representación de sí misma que a cada segundo respira su último aliento, como si en ella todo fuera extremadamente frágil y estuviera sujeto con mimbres muy débiles y en cualquier momento se fuera a desplomar acabándose. Y, efectivamente, como anuncia el título de la exposición el silencio absoluto no existe y aparecen la voz, las preguntas, los sonidos y hasta las canciones. No en vano salen en la televisión cubana — que uno tiene la curiosidad de ver a veces— borrosos hablando siempre, en estudios mal iluminados, con vestuarios de la moda de hace tres décadas, siempre hablando, al más elevado nivel, altísimos cargos, condecorados y hasta héroes u olímpicos, emulando al gran discurseador, Fidel Castro, del que decían que hacía monólogos de seis o siete horas seguidas. Eso sí, todos muy de acuerdo, por ejemplo, en cosas como que abrir internet totalmente al ciudadano cubano sería un error antirrevolucionario.

Melis nos cuenta que los trabajadores que acuden a sus puestos asignados por el estado se encuentran con que hace años que allí no hay nada que hacer y aprovechan para dormir. Melis, no se sabe si para salvar del absurdo su realidad o para denunciarlo, emplea su arte en transformar el deprimente hecho en algo productivo, les compra sus sueños para producir arte. El trueque se vale de la plusvalía poética de lo onírico para redimir el disparate económico del castrismo. Al margen de sus intenciones el resultado es de una gran tristeza. En otra pieza lleva la situación de falta de material para trabajar en una industria de suelos al extremo paródico, mientras los trabajadores permanecen las horas de la jornada laboral sentados sin hacer nada les propone imitar con la voz los ruidos de sus máquinas. Melis plantea estas acciones con cierto candor, como intentando corregir el desastre, volver productivo con los medios del arte contemporáneo lo que al castrismo se le derrumba por todas partes.

Las damas ancianas a las que pide recrear el tiempo que vivieron antes de la revolución danzan mentalmente abstraídas a otra Cuba ideal mientras sus cuerpos permanecen entre las paredes absolutamente desconchadas entre las que viven. Paredes que, además del decorado general del país, parecen la revelación simbólica de una sicología nacional totalmente en ruinas.

Claro que el errar de Adrián por los países del capitalismo avanzado no le alegra demasiado. Es un hombre joven herido por una utopía fracasada que no se fía de nada. Vemos en una de las pantallas de la muestra una máquina que no para de triturar los currículums de miles de personas que ansiaban trabajar en medio de la última crisis económica europea y que, precisamente, habían enviado el suyo para cubrir el puesto del que habría de destruir el de los otros. Con una serie fotográfica nos enseña los muros donde han sido tapadas las pintadas de las voces que protestan en España. En la instalación que ocupa el centro de la sala podemos oír los relatos sonoros de los dramas vividos por los refugiados atrapados en Atenas que aspiran a venir a una Europa que, tal vez, no podrá estar a la altura de sus esperanzas aunque hayamos llegado al final de la historia.
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