También lo sabía el francés de sangre polaca y cara de niño guapo al que las cicatrices delatan que hay trampa en esa cara infantil. Ya era coser, la plaza se había entregado, y cantar. Y cosió y cantó. Le arrancó al toro siete u ocho series ligadas, variadas, diversas, cambiando de mano, que completaban el quite por chicuelinas con el que recibió al toro, al que mimó, consciente de que sus hermanos estaban teniendo menos empuje que un guardia civil jubilado en bermudas y chancletas.
Al ver una serie tras otra entendimos al chaval que llegó el primero a la plaza. Que entró con prisa. Que se pegó a una pared blanca, apenas le musitaba un «suerte» a sus compañeros cuando iban llegando, no le agradaban las fotos. Hablaba para adentro y enseñaba esa cara de niño con cicatrices.
Cuando el toro le pasaba por delante y por detrás como un tren parecía recordar aquel viejo tren que cogió cuando sólo era un niño de 14 años y aquellos otros en los que viajó de plaza en plaza, trenes en los que, dice un biógrafo suyo, "iban atestados de quinquis, buscavidas y viajantes de mala mercancía". Hoy viaja en AVE y ayer sabía que no lo iba a dejar pasar de largo.
Una estocada hasta la cruceta. Se acabó. Dos orejas. León había decidido, la tarde tenía ganador. Ese francés del que siempre se dice que su interior es un enigma, porque no habla, no mira, no sonríe, y sueña con ser Manolete, pues como él "a veces necesitamos una coraza para protegernos, necesitamos desaparecer".
El enigma tenía tesoro.
Y León había decidido que el enigma era el triunfador. El Fandi ya había cumplido. Hizo lo suyo, no le ayudaron los toros y les arrancó lo que pudo con esa fuerza que derrocha y cuida como un tesoro, hasta el punto de que ayer el masajista de la Ponferradina trabajó duro y largo con su espalda (así se explica el abrazó que le dio al presidente de la Deportiva, Silvano).

Ayer le arrancó una oreja a cada toro y abrió la puerta grande, pero también él sabía que no es lo mismo.
La batalla parecía decidida pues en los toros todo es una batalla. Una figura frente a la otra. Un torero frente al toro. Unos aficionados contra otros. Los taurinos contra los antitaurinos. Los de a pie contra la autoridad, ayer haciendo correr la leyenda —o lo que sea—de que al presidente le faltan créditos para el título de jefe supremo.
Y el vencedor de la batalla era el niño del enigma. Pero todavía tenía algo que decir la novedad de la Feria, López Simón, el líder del ranking de paseíllos en esta temporada. El torero de Madrid. El último en llegar a la plaza, que saludó a los otros dos sin cruzar más que el protocolario suerte, mientras los subalternos se besaban. Alguien le dice dónde está la capilla y el lo agradece pero se va a la esquina contraria, firma capotes, sonríe, habla con su hombre de confianza... Dicen que lee a Borges y admira y escucha a Calamaro, lo que parece una excentricidad en el mundo del toro. Allí está.
Y allí aparece, a por el sexto y último. A pelearle la batalla al francés de sangre polaca y aroma de Manolete y trenes antiguos. Había hecho cosas en el tercero, le arrancó al toro lo que pudo, puso voluntad, se arrodilló, se adornó y cortó una oreja en el tercero. Pero sabía que acababa de pasar algo que exigía algo más serio.
Pero a Pendenciero, que dio explicaciones de su nombre sólo golpeando contra las tablas, le costaba más trabajo arrancarse que a tractor Zetor después de todo el invierno en el portalón. López Simón parecía cantarle la canción de su Calamaro:"Eres filo de navaja que me abre / eres hoja de cuchillo que me parte / eres flor de nieve amarga / eres negra amapola blanca". Él regó la negra amapola blanca, pinchó en hueso y clavó una estocada hasta la empuñadura que le concedió la oreja necesaria para abrir la puerta grande, para que nadie se quedara en la arena mirando. Pero conscientes de que no es lo mismo, de que, como dijo ese Jorge Luis Borges al que él lee:"Hay derrotas que tienen más dignidad que la victoria".
La de este viernes pudo ser una. Pero derrota al fin y al cabo, tal vez por eso él a media faena se quitó las zapatillas, para lavarle los pies al maestro, como cuentan de aquella última cena.