‘El bosque’ y Fernando Martín Ponce

Por José Javier Carrasco

04/01/2022
 Actualizado a 04/01/2022
| MAURICIO PEÑA
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En una masía del Matarraña, en la provincia de Teruel, se desarrolla la trama de la película ‘El Bosque’ del director Óscar Aibar, basada en un relato de Albert Sánchez Piñol titulado ‘El Bosc’. Cuenta la historia de Ramón, un pequeño agricultor que vive con su mujer Dora y un bebé, la pequeña Rosiqueta. Estalla la guerra civil, los revolucionarios se hacen con el control del pueblo y Ramón, que no simpatiza con ellos, debe ocultarse. En el centro de sus tierras se levanta un bosque que guarda un secreto. Las noches de San Blas y de San Lorenzo unas luces iluminan su interior y a través de ellas se puede viajar a otra dimensión, allí «donde se entra con miedo, pero se necesita mucho valor para salir». Ramón penetra una noche de San Blas en las luces, prometiendo a su mujer que regresará. Seis meses después, la noche de San Lorenzo, una bola de luz le arroja de vuelta a la masía. Llega muy cambiado: invita a su mujer, él tan conservador, a compartir mesa mientras cena, sostiene en brazos a Rosiqueta, acaricia al perro... Después de hacer el amor le dice a Dora que viene de un lugar donde hay hombres que se parecen a besugos, que habitan en casas con forma de alcachofa. En ese momento de la película me vino a la cabeza el retrato de Fernando Martín Ponce, el fundador del bar-restaurante ‘El Besugo’, recogido en el libro de Roberto Cubillo ‘Aquella hostelería de León’, publicado por Lobo Sapiens en 2012, junto a la anécdota que daría lugar al mote. A nadie le importaría demasiado, creo, viajar a otra dimensión y aparecer en el comedor de ‘El Besugo’, que aunque no tiene forma de alcachofa es también igualmente acogedor.

En 1977 Günter Grass publicaba la novela ‘El Rodaballo’, otro pescado selecto como el besugo. Un pescador neolítico captura un rodaballo que habla y es todo un filósofo materialista, que «tempotransita» a lo largo de la historia del protagonista y le acompaña en sus sucesivas reencarnaciones hasta la Alemania de los años anteriores a la publicación del libro. Ya desde su primer encuentro, el pez intenta convencer a su captor para que se libere del yugo del matriarcado (vía inversa al debate feminista de los años setenta y su cuestionamiento de un orden patriarcal), empezando por prescindir de las alienantes tres tomas diarias de leche que le corresponden del pecho de Aya, la matriarca. En la novela, narrada en primera persona, en sus sucesivas nueve reencarnaciones, el protagonista es amante de otras tantas cocineras: Aya, Vigga, Mestuina, Dorotea, Greta la Gorda, Agnes, Amanda Woyke, Sophie Rotzol y Lena Strubbe. Porque el libro, además de repasar la historia alemana desde la óptica del eterno enfrentamiento, salpicado con algunas breves treguas, de clases sociales, como entre hombres y mujeres, es un recetario barroco de platos de esas imaginativas nueve parejas.

Cuando se publicó el libro de Grass, ‘El Besugo’ llevaba funcionando ininterrumpidamente cincuenta y tres años, sirviendo comidas y bebidas en el mismo lugar del Barrio Húmedo. Visible desde la Plaza de San Martín, al fondo de la calle Carnicerías, con sus dos trapas y la placa de mármol con la fecha de fundación, 1924. 1977, el mismo año en el que Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista. Por comunista, el besugo que acogió en el otro lado a Ramón, se ve obligado, cuando estalla una guerra civil en el país de los besugos, a buscar amparo en la masía del Matarraña. La reciprocidad como moneda de cambio en situaciones comprometidas, es la lección a seguir, según Dora.
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