"Ejecutar a garrote vil es un trago, nunca se acostumbra uno"

Susana Sueiro presentó en el curso una emotiva y documentada ponencia sobre ‘Ejecuciones y verdugos en el franquismo’ con la que homenajeó a su padre y repasó las ejecuciones, las historias de los verdugos con muchas curiosidades, como los últimos del oficio, su sueldo...

Fulgencio Fernández
29/07/2022
 Actualizado a 29/07/2022
Susana Sueiro Seoane en su charla. | ANA CRISTINA RODRÍGUEZ
Susana Sueiro Seoane en su charla. | ANA CRISTINA RODRÍGUEZ
El curso de verano ‘Historia y Memoria’, que se celebra en Cistierna, acogió en la mañana de ayer una singular ponencia, la de la profesora Susana Sueiro Seoane sobre ‘el derecho’ a matar durante el franquismo. Comenzó señalando que su trabajo era «un homenaje a mi padre, el escritor y periodista Daniel Sueiro, fallecido muy prematuramente en 1986, que publicó en 1968, en pleno franquismo, 'El Arte de matar. Panorama de la pena capital en el mundo'. Un libro de casi 800 páginas y 150 ilustraciones, resultado de una paciente y minuciosa labor de cinco años». Recordó cómo la aparición de aquel libro, que fue un gran éxito, propició que «se impulsaron foros de debate sobre la necesidad de la abolición de la pena de muerte. Aquel libro sobre los diversos procedimientos de aplicación de la pena capital en el mundo contenía un testimonio de realidad viva: las conversaciones mantenidas por el autor, mi padre, con un verdugo, el de la audiencia de Barcelona, el extremeño Vicente, al que logró entrevistar».

Posteriormente, en 1971 publicaba otro volumen aún más extenso que el anterior, de casi novecientas páginas, 'Los verdugos españoles. Historia y actualidad del garrote vil', centrado en la historia del procedimiento de ejecución genuinamente español, el garrote vil, y su aplicación en España desde que, en 1832, el rey Fernando VII lo institucionalizó. «Vicente, el verdugo de Barcelona, llevó a Daniel Sueiro a conocer a los otros dos en ejercicio, Antonio y Bernardo, extremeño también el primero, y andaluz (granadino) el segundo, dependientes de las Audiencias de Madrid y Sevilla, respectivamente. Antonio era casi analfabeto. Bernardo era el ‘intelectual’, poeta», recordó Susana Sueiro, para contarles que pasó inadvertida una orden del BOE de 7 de octubre de 1948 que convocaba cinco plazas de ejecutores de sentencias. «Ofrecía una paga de seis mil pesetas mensuales. Vicente, Bernardo y Antonio ingresaron como ejecutores oficiales alrededor del año 1950 y desde entonces hasta nuestros días –decía Sueiro en 1972– habrán ejecutado a medio centenar de reos».

Daniel Sueiro más que interrogarles les dejaba hablar, contó su hija. Ofrecía sus testimonios, los decires y las expresiones de los verdugos. Charló, viajó, tomó café con ellos, les grabó muchas horas de cintas magnetofónicas en un esfuerzo por conocerlos, por comprenderlos, por inspirarles confianza, y ellos se relajaron con él, se sintieron cómodos, hablaron con soltura a un señor que les trataba bien. «Sueiro se dio cuenta enseguida de que eran tipos normales: hacen quinielas, les gusta el fútbol, ven la televisión, son padres de familia que te hablan de sus problemas familiares, la casa, los hijos, la vida, nada que ver con el sádico o psicópata que diera cauce a su gusto por matar haciéndose verdugo.

Los tres verdugos tenían en común que se consideraban funcionarios del Estado, ocupaban un cargo público, una plaza ‘para toda la vida’, que aceptaron por tener un sueldo fijo al mes, aunque sabían que estaban mal vistos socialmente». Los tres aseguraban ser el brazo ejecutor de la ley, pero que no eran ellos quienes condenaban. Recordaban bien a los reos, quiénes eran, qué delito habían cometido… «Es un trago, no se acostumbra uno, es recibir la comunicación, y ya estoy descompuesto», son confesiones de los verdugos al autor. Les obsesionaba hacer bien su trabajo, ser rápidos y que la víctima no sufriera. Lo que más les había impresionado había sido ejecutar a una mujer. Eran tres tipos como tantos de España que desempeñaban su oficio por un sueldo fijo. Hombres cuyo trabajo era esperar a que los llamasen de tarde en tarde y de los que nadie quería saber nada: «En la Administración es prácticamente imposible encontrar quién te informe sobre los verdugos. Todo el mundo prefiere olvidarlos», concluía Susana Sueiro .
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