Cervantes fue hidalgo, duelista escapado a Italia, camarero del cardenal Acquaviva, soldado, héroe afiebrado en la naval batalla de Lepanto y manco en ella, o más bien mutilado de su mano izquierda, recomendado por su valentía por Don Juan de Austria y por el Duque de Sessa, cautivo en Argel siempre liderando fugas, funcionario, poeta, dramaturgo, novelista universal y, finalmente, gloria mundial duradera. Adalid, en definitiva, de las armas y las letras, pero, también, judío converso, huido, arribista, sodomita, amante infiel, divorciado, preso, moroso, fracasado, proxeneta, pobre, malhadado, recaudador y corrupto que se apropió de dineros públicos, literato poco reconocido, plagiador y plagiado.

Ahora celebramos los 400 años de su muerte y no hace mucho se promovió la aventura de encontrar los restos de él que antes tiraron. Revolvieron varias osamentas en un convento con gran aparato técnico e informativo para errar a la primera intentona y asegurar, a la segunda, que los despojos que buscaban estaban entre los huesos desordenados de otros diecisiete esqueletos desconocidos. Se gastaron en la pesquisa necrófila buenos dineros que decían que no teníamos y que tan bien habrían ido a los Cervantes actuales que, probablemente, pasan hambre y frío y necesidades hasta el punto de impedirles escribir los quijotes de hoy en día.
Cervantes en el revoltijo de huesos con esos otros diecisiete seguramente se regocije de que este país siga siendo el mismo que él pintase, uno de locos, en el que la historia del más ingenuo de ellos, Don Quijote, se abre paso a través de los tiempos para encantar, como por ensalmo, a los otros locos, a nosotros. Ninguno de ellos nos preguntamos nunca si le gustaríamos a Cervantes, si no haría sátira de nosotros. Ninguno reparamos en cuáles son nuestras novelas de caballería presentes, aquellas cosas absurdas con las que perdemos el tiempo y nos confundimos, o en que si tanto darle vueltas al Quijote no sea otra novela de caballerías, en que de haber algún Cervantes vivo hoy, fracasado de todo como él y sin embargo alegre y gracioso, nos viera como a los lectores del Palmerín leyendo lo que leemos, viendo las películas que vemos, insertos en los debates que tenemos, viviendo como vivimos en el país de los locos.