‘Ropa tendida’
Óscar García Sierra
Editorial Anagrama
Novela
280 páginas
18,90 euros
Este retiro de guerrero herido que me he tomado durante varios meses, con la anuencia generosa y paciente de quienes siguen creyendo que mis recensiones literarias contienen algún interés, me ha servido (además de para escribir una novela, en lugar de escribir sobre las que han escrito otros u otras) para descubrir algunos nombres nuevos e ilusionantes en el panorama novelesco de esta tierra, tan poco pródiga a la hora de ofrecer rostros alternativos y de interés.
Al menos han sido cuatro las identidades inéditas que mi radar ha detectado en Zamora, Ávila, Valladolid y León. Todas masculinas, eso sí, y alguna avalada por premios de postín. Pero entre todas ellas, la irrupción que ha cobrado más empuje ha sido precisamente la del leonés Óscar García Sierra, al que ya debería conocer de antes, porque su primera novela, ‘Facendera’ (también publicada en Anagrama, la incuestionable editorial que está de moda por otras razones cuestionables que no vienen al caso), levantó hace un par de años una tolvanera más que curiosa. Una tolvanera ante la que, vayan ustedes a saber por qué, me mantuve ajeno, quizás porque resulte imposible estar al tanto de todo lo que se edita en este país cada año y que, en el noventa y nueve y pico por ciento de los casos, está condenado de antemano a esa forma de fracaso que, para una publicación, supone pasar desapercibida ante los lectores y los críticos.
El caso es que ahora sí que se ha encendido el pilotito rojo de alarma. De la noche a la mañana, Fermín Herrero, poeta, sabio y crítico de tronío, y algunos amigos con buen olfato lector me hablaron de Óscar. Así que pedí su novela a la editorial y la recibí unos días antes de que se conocieran los finalistas del Premio de la Crítica, de cuyo jurado yo formaba parte. Entre esos diez finalistas aparecía Óscar con su ‘Ropa tendida’. Y algo tendría el agua cuando lo bendecían algunos compañeros de deliberaciones, aunque un par de ellos (y hasta ahí puedo leer) coincidían en que les había gustado más su novela primigenia que, no lo voy a negar, todavía no he tenido ocasión de leer. La que sí he leído ha sido esta segunda y para mí ha supuesto un muy agradable descubrimiento. Algo así como el alumbramiento de un actor revelación si trasladamos la escena al ámbito de unos premios cinematográficos.
No voy a caer en el tópico, tan socorrido como estúpido, de afirmar que García Sierra tiene una voz propia, porque hasta el energúmeno que más grita en una reunión comunitaria de vecinos posee su propia voz. Pero sí diré que esa voz es muy personal y absolutamente diferente a la de la mayoría de los autores y autoras que a diario llegan a mis manos. El novelista recurre a personajes, que son planetas principales, unos, y satélites que orbitan a su alrededor, otros; personajes que son perdedores, desheredados de la fortuna, esquejes desesperanzados de una planta social que cada vez florece menos y más tarde. Y reviste a esos protagonistas con un lenguaje actual, conciso y cotidiano que da dentelladas a preposiciones y a terminaciones de palabras. Un lenguaje que, por lo general, es tan lóbrego como los ambientes en los que se mueven Xairu, la Juli, Isidorín, Milagros, Tania Tamara o Aitor, y que, sin embargo, está lleno de matices luminiscentes que brillan especialmente en los diálogos, dotados de una rotundidad que no se espera en un drogata obsesivo, desocupado, inculto, misógino y que aspira a convertirse en alcalde rural amparado por las siglas de una formación de extrema derecha, en una trabajadora de residencia de tercera edad que abandonó hace años su carrera universitaria por culpa de un embarazo juvenil e indeseado, o en un jubilado de la mina que aspira a que los chicos que corren en su equipo ciclista ganen carreras ingiriendo pastillas domésticas que no se sabe muy bien (ni muy mal) para lo que sirven.

Pero tras esa apariencia suburbial o de inframundo que embadurna a los personajes se esconde la historia de amor o de necesidad de combatir la soledad que viven la Juli y Xairu, la falta de comunicación entre familias o entre parejas, la desolación de una programadora informática que quiere ser escritora, por mucho que los cuentos que le salen no sean de hadas. Y, para muestra, ese diálogo, no exento de un humor luctuoso (que aparece más veces en la novela) entre Milagros e Isidorín, en el que ella le anuncia por teléfono que tiene que decirle algo, que va a verse con otro hombre, y él le responde que también tiene que confesarle que se ha olvidado de comprar el pan. Glorioso momento. Esperpento colosal. Aunque menos rutilantes resulten otros pasajes o conversaciones que a veces se hacen demasiado repetitivos o desconcertantes hasta que se les coge el tranquillo a los interlocutores reales o figurados, pero ese es otro rasgo inherente al autor, y él lo defiende a ultranza.
Se aspira el humo de las chimeneas que han sido demolidas en una central térmica, el olor a morcilla y orines del Barrio Húmedo; se puede seguir un itinerario explícito y detallado (pero muy ameno y, para mí, evocador) por el callejero leonés o por el mapa de carreteras de la provincia, especialmente entre la capital y la Robla; resultan originales y actuales las descripciones, los salones que huelen a Risketos, a sudor y a desodorante Axe, y las comparaciones, las carcajadas que resuenan como el ruido de una máquina tragaperras. Y todo eso confiere pujanza a la novela. Como la estructura, compartimentada en dos bloques que alumbran una misma realidad desde dos ópticas distintas, la de ese escombro humano que es Xairu, y la de la Juli, esa Julieta madre coraje que se equivocó a la hora de elegir los Romeos menos adecuados para hacerla feliz. Y también son distintos los tonos y los ritmos narrativos, más corales y participativos y dialogados y pausados en la primera parte y quizás más directos, rápidos y lineales en la segunda.
Hay libros que lamento terminar, a veces porque resistiría sin aburrirme otro puñado de páginas y situaciones, y otras veces, como es el caso, porque me he quedado con las ganas de saber qué ha pasado con los calzoncillos de la suerte de Isidorín, con el flirteo entre Milagros y el profesor de bachata, o si al final Tania Tamara va a pagar los platos rotos de la mala cabeza de su hermano. Tal vez, y digo solo tal vez, para dejar cocinadas ciertas guarniciones, a este excelente asado narrativo no le hubieran venido mal diez minutos más de horno.