Después del invierno

Un relato de Nuria Crespo y José Antonio Santocildes

23/11/2025
 Actualizado a 23/11/2025
Después del invierno.
Después del invierno.

Yde pronto, el suelo se abre bajo nuestros pies dejando un reguero de desolación que no solemos entender. Momentos en los que la vida se quiebra y nos quiebra dejándonos sin aliento. Días en los que todo parece desmoronarse sin poder hacer nada por evitarlo. Días en los que las certezas se diluyen hasta convertirse en nada. Días en los que el eco de lo que éramos ya no es y ya nunca será. Es en ese instante de quiebre intenso donde nace ella, erigiéndose como el único punto de referencia válido para seguir caminando. La resiliencia. No como un gesto heroico, sino como un suspiro que nace de lo más profundo para que no nos rindamos.

La resiliencia es esa asombrosa y misteriosa capacidad para volver a levantarse aun con el alma temblando. Es la fuerza interior que brota desde lo más profundo cuando afuera todo es caos y desesperación. Es esa voz que nos susurra que, a pesar de todo, el juego no termina y la partida continúa. Porque la resiliencia entiende que la herida no es el final, sino el inicio de un nuevo modo de entender la vida, y, en ocasiones, de esa nueva mirada, nace un profundo cambio de paradigma.

Ser resiliente es una característica inherente que nos define como humanos y que nos salva de permanecer entre escombros cuando todo se derrumba. Ser resiliente implica comenzar de nuevo, poco a poco, paso a paso, suspiro a suspiro. Es aceptar lo que pasó, integrarlo y transformar el dolor en raíz, el miedo en impulso y la pérdida en sabiduría. Es ponerse de pie en mitad de la tormenta con la firme convicción de resistir. Es recoger los restos del naufragio y construir una nueva balsa que nos devuelva a un lugar seguro. La resiliencia es entender que quizá no podemos elegir lo que nos pasa, pero sí qué hacer con ello.

Pero, como con todo, ella no emerge de repente sin que la reclamemos. No. Ella requiere de siembra, de práctica, de mimo y de pausa. Ella se teje poco a poco, delicadamente, con finos hilos de oro que se irán fortaleciendo cada vez que elegimos seguir adelante. Ella se cultiva en las largas noches de silencio al amparo del recogimiento y de la calma. Ella se alimenta de nuestros torpes intentos por volver a sonreír aun cuando las fuerzas fallan. Ella, la infravalorada resiliencia, es una bella y delicada flor que nace en las grietas de las montañas más áridas y escarpadas. Es un valiente brote que emerge en medio de la ceniza. Es un valioso tesoro que, una vez arraigado en nuestra vida, merece la pena conservar y amar.

Cada herida que sanamos nos enseña algo sobre nosotros mismos. No enseña que somos más que nuestro dolor, que nuestra pérdida, que nuestra desesperación, nuestro odio o incluso nuestra sed de venganza. Es entonces cuando la resiliencia nos revela esa parte escondida en el alma que solo aparece cuando todo se antoja perdido. Que solo se hace presente cuando nuestras propias emociones no nos dejan ver más allá. Y eso nos hace más humanos, más auténticos.

Cultivar la resiliencia no es un proceso fácil, liviano ni mucho menos rápido. Pero es un proceso imprescindible para modelarnos como seres aptos para las batallas de la vida y las tormentas del alma. Es un proceso que nos invita a mirar nuestro entorno con otros ojos y que nos cuenta que no todo lo que se rompe está destinado a desaparecer. Es un proceso que nos muestra la profunda y silenciosa belleza que caracteriza a aquellos que han enfrentado dolorosas contiendas, y aun así, conservan la capacidad para levantarse y seguir.

Por tanto, la resiliencia nos invita a confiar en que la luz regresará y que algún día el dolor ya no dolerá igual. Porque en realidad la resiliencia es un acto de amor por la vida, incluso en su crudeza. Es un acto de amor hacia nosotros mismos incluso cuando no nos conocemos. Es, en definitiva, un acto de amor por lo que podemos llegar a ser incluso cuando el presente se torna oscuro y complicado. No se trata de volver a ser quienes éramos, sino de descubrir quiénes somos en realidad después del invierno más cruento al que jamás nos hayamos enfrentado. Eso es la resiliencia, un renacimiento silencioso, una metamorfosis forjada en lo invisible.

Así pues, recuerda que dentro de ti vive esta fuerza que es más grande que tú mismo. Una fuerza que te acompaña siempre, aunque no puedas verla ni tocarla. Una fuerza que no grita, pero aun así te sostiene incluso cuando todo parece perdido, incluso cuando el temporal no escampa, incluso cuando la noche sigue siendo fría y oscura. Esa fuerza es tu bella resiliencia, esa que siempre has de cultivar para permitirte volver a empezar, para decidir volver a construir un nuevo refugio en medio de las ruinas. Y cuando finalmente te permitas sentir esto, cuando finalmente te dejes seducir por ella, descubrirás que no hay derrota posible para quien aprende a florecer en el punto más álgido de la tormenta, en la etapa más virulenta del huracán.

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