Cuatro horas en la vida de una mujer

José Ignacio García comenta el libro de Rosario Villajos, 'La educación física'

30/09/2023
 Actualizado a 30/09/2023
La autora Rosario Villajos. | VALERIO MERINO (ABC)
La autora Rosario Villajos. | VALERIO MERINO (ABC)

‘La educación física’

Rosario Villajos

Editorial Seix Barral

Premio de novela Biblioteca Breve (2023)

304 páginas

19,90 euros

A finales de los años noventa, del siglo pasado claro está, tuve durante un tiempo por compañero a un tipo abyecto, un botarate imposible de tragar ni con la ayuda de varios litros de agua. El cromañón en cuestión alimentaba su ideario vital con frases machistas sonrojantes y con recomendaciones que tenía que procesar meticulosamente para terminar convenciéndome de que mis oídos habían escuchado con nitidez las barbaridades venenosas que su lengua bífida había escupido.

El angelito en cuestión, cuando nació mi segundo hijo me dio la enhorabuena con una frase similar a la que a continuación voy a reproducir. Qué suerte has tenido de tener dos varones, cuando crezcan y salgan por las noches podrás dormir tranquilo, no como yo, que tengo dos chavalas en edad de quedarse embarazadas al menor descuido, me dijo, y añadió, como una sentencia que escocía las entendederas, los hijos follan y a las hijas te las follan.

No quedó ahí la cosa. Otro día, en un arranque de profusión verborreica, me confesó que la zángana se le había puesto dura viendo a una amiga de su primogénita. Que le habían salido el culo y las tetas antes que los dientes, me espetó a bocajarro. Y a mí sólo se me ocurrió replicar que si no se daba cuenta de que estaba hablando así de una niña que podía ser su propia hija. Pero el muy cretino ni siquiera pestañeó, como si lo que yo opinara fuese lluvia fina y él estuviera recubierto con un impermeable a prueba de recriminaciones.

La penúltima noticia que tuve de aquel perfecto imbécil, antes de que cambiara la centuria, me llegó de boca de su exmujer, una señora muy educada y muy elegante que era profesora de sevillanas, si mi memoria añosa no desbarra. Por ella supe que se habían separado porque había descubierto que mi indeseable colega de oficio mantenía desde hacía algunos años una relación extramarital. Necesité cambiar de siglo para saber, con una certeza absoluta (y referida por otra fuente), que aquella relación adúltera nunca había existido, que mi figurativo camarada, en un alarde de fanfarronería, se había inventado un idilio imaginario del que presumía en presencia de otros hombres, para alardear de unas habilidades «casanovescas» que, finalmente, terminaron costándole un divorcio de lo más real.

Traigo esta reflexión a cuento de la novela que acabo de leer, ‘La educación física’, de la escritora cordobesa Rosario Villajos, ganadora del premio de novela Biblioteca Breve 2023 que convoca la editorial Seix Barral.

Venía este premio de galardonar en las dos ediciones anteriores a otros dos autores andaluces, el almeriense Juan Manuel Gil y el sevillano Isaac Rosa, con dos novelas jocosas, impregnadas de grata ironía y muy originales en la concepción y en el planteamiento. Quizás por eso me esperaba que la novela de la cordobesa Rosario Villajos siguiera un itinerario similar al de sus antecesoras. Nada más lejos de la realidad, la novela es dura, desgarradora, apta únicamente para estómagos resistentes y a prueba de vivencias repugnantes, en la línea de las últimas obras de otros dos novelistas andaluces –Xenia García y Miguel Ángel Oeste– de las que en anteriores entregas también he dado cuenta en esta sección, y que provocaban tiritonas continuas en una página y en la siguiente también.

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‘La educación física’ no termina de ser tan cruda, tan devastadora como aquellas, quizás porque su autora se niegue a dar una última vuelta a la tuerca de la descripción de la crueldad, de los malos tratos proferidos por personas desalmadas a otras a las que humillan. Villajos sitúa la trama en la década de los noventa, cuando España se retorcía de espanto por la trágica violación y muerte de las tres niñas de Alcásser. Y en ese contexto, y en un plazo horario que va de las seis de la tarde a las diez de la noche de un día de finales de verano, dibuja el retrato certero y detallado –no se puede obviar la también condición de ilustradora de Rosario Villajos– de Catalina, una adolescente que acaba de cumplir dieciséis años y que tiene que emplear los recursos que genera su cuerpo –la menstruación, autolesionarse, cortarse el pelo casi al cero– para afrontar los miedos que el mundo le causa. Un mundo hostil que se muestra en casa, en el instituto, en su pandilla de amigos, en un novio que quiere desprecintar a toda costa su virginidad, en el padre de Silvia, su mejor amiga, que la acorrala en una situación extrema de violencia de género que se va incubando durante las trescientas páginas de la novela, para revelar en las postrimerías todo el asco que produce el abuso de fuerza y de degradación por parte de un cafre que tanto se parece a mi compañero de antaño.

La portada del libro –esa faja casi ortopédica que parece un metafórico cinturón de castidad, un estandarte de la opresión sexual de la época– y la dedicatoria a «las chicas polilla», dan pistas inequívocas de lo que los lectores se van a encontrar en estas páginas donde los padres tienen más miedo a las consecuencias y a las reacciones que a las acciones, donde los hombres adultos (y muchos jóvenes también) consideran que están en posesión del derecho de tocar a las niñas cuando y donde les apetezca, como si fueran esclavas o muñecas de trapo que estuvieran a su merced.

Villajos maneja una prosa solvente y eficaz, sin fisuras, sin cascabeleos estériles ni concesión de treguas que permitan la distracción del lector. La acción transcurre en cuatro calurosas y acaloradas horas de autostop, pero a lo largo de esas cuatro horas Cata vuelve constantemente la vista atrás y rememora su evolución desde la más tierna infancia, su relación con una sociedad hormonada de testosterona, y que pone de manifiesto sus normas cuando –por ejemplo– ella tiene que ayudar en las labores domésticas o restregar de sus bragas la marca ignominiosa y sanguinolenta de la regla, mientras que su madre frota las zurrapas de los calzoncillos de su hermano mayor antes de meterlos en la lavadora, porque Pablo tiene cosas tan importantes que hacer como jugar al fútbol o escuchar música, y a Catalina le ha tocado el papel subalterno de ser actriz secundaria en un drama en el que los hombres son los privilegiados y las mujeres las que tienen que someterse a sus deseos, por viles o degradantes que sean.

Quizás por mimetismo con sus progenitores, la propia Cata tendrá, a lo largo de la argumentación, más miedo a llegar tarde a casa que a los riesgos que pueda correr para conseguir alcanzar su meta antes de encontrarse cerrado el control, lo que provocaría la reprimenda de rigor.

Hay que ponerse en situación, volver la mirada treinta años atrás y pensar que, por fortuna, en lo que se refiere a los derechos femeninos este mundo algo ha mejorado, por mucho que sigan existiendo manadas depredadoras, agresores sexuales y otros carroñeros que a la gente normal le cueste digerir, ni siquiera con varios litros de agua.

Me quedo eso sí, con la última sensación que me transmite la fascinante Catalina, esa crisálida enamorada de la mitología clásica, de Kurt Cobain y de las bibliotecas públicas, que en cuatro horas deja de ser niña para convertirse en una mariposa adulta que, por encima de todo, pretende volar en libertad.

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