Cacha II, entrañable "telarero"

Por Fulgencio Fernández

05/05/2025
 Actualizado a 05/05/2025
Cachafeiro en una de sus exposiciones como pintor, dedicada a otra gran pasión de Cacha, los toros. | MAURICIO PEÑA
Cachafeiro en una de sus exposiciones como pintor, dedicada a otra gran pasión de Cacha, los toros. | MAURICIO PEÑA

El bar de la plaza de La Robla (El Kubano, el Alba’s, posiblemente los dos) era el lugar de la cita con dos tipos que resultaron, cuando menos, tan singulares como fascinantes, amigos inseparables hasta el punto de que con el tiempo uno, Manuel, sería el padrino del primer hijo del otro, Toño. Eran Manuel Carlos Cachafeiro y José Antonio Barrio Planillo. La Robla y el periodismo en vena. Toño hablaba, Cachafeiro matizaba. Planillo andaba ‘avionando’ abrirse camino haciendo seguros y su amigo había acabado el Bachillerato.

Querían saber cómo se hacía para escribir en un periódico

- ¿Os gusta escribir?
- El sí de Planillo sonó tímido, el sí de Cachafeiro no, sonó muy seguro. Él ya escribía, hasta había ganado algún premio literario y dudaba entre ser ingeniero o capataz de minas o escribir.
- Habla tú Cacha.
- Cacha es mi padre; matizó Manuel Carlos con la firmeza de quien quiere dejar muy clara la admiración por su padre minero, por sus raíces en Santa Lucía, por su pasión por aquella cuenca minera, por la minería leonesa, que fue lo primero que noté cuando compartimos camino en 1992 en la recordada Marcha Negra, la primera, la original. No la hacía el periodista, que también, la hacía Cachafeiro, el hijo de Cacha, el tipo de los silencios. Porque le costaba mucho trabajo decir lo que sentía, era mucho más tímido de lo que cualquier periodista parece, pero se le acababa notando en sus frases cortas y rotundas, pero sobre todo, en sus crónicas. Recuerdo las de aquella Marcha Negra en el Diario. Pura mina. Corazón minero.

- Deberías firmar como Cacha, homenaje a tu padre.
- No. Tal vez algún día; fue su escueto comentario para mostrar que los protagonistas debían ser aquellos 500 lacianiegos, que podían ser de Santa Lucía o Ciñera, aunque las fugas de agua aún no se veían tan claras en los dominios de ‘don Antonio del Valle’.

En aquella reunión en el bar, en los bares, Plani le iba arrancando ‘bondades’ que Cachafeiro escondía, incluso agachaba tímidamente la cabeza: «Le gusta escribir, ya ha ganado el premio de La Hornaguera… y no sabes cómo pinta, que te enseñe los cuadros...» y al seguir hablando de gustos de aquel amigo aparece su afición a los toros, a coleccionar cosas… Y Barrio Planillo remata: «Es un telarero».

- Eso sí; reconoce Manuel Carlos.

Realmente nunca abandonó sus ‘telares’, formaron parte de su forma de estar en un mundo en el que casi nada le era ajeno. Lo mismo coleccionaba manuscritos y dibujos de grandes escritores (Neruda, Lorca…), que rarezas como las octavillas republicanas que se lanzaban desde los aviones o el carnet de conducir de José Hierro. También, ¡cómo no!, cosas de toros, cualquier telar que le llamara la atención en el rastro o tiendas de viejo, y anécdotas taurinas… Menuda gozada su forma de interpretar el ambientillo taurino de la ciudad, con su ojo socarrón, con sus silencios para quedarse en la barrera. 

Cuando publicó un libro de historia taurina de León, en sus años en La Crónica, me extrañó mucho que me pidiera que se lo presentara, en una ciudad llena de taurinos, del maestro Pereletegui al añorado Zapico.

- ¿Yo? Díselo a algún taurino.
- No, que se enfadan los otros.
- Conmigo se enfadarán todos.
- Lo prefiero.

¡Qué gran torero en la vida! Lo que resultaba fascinante es comprobar cómo este tipo, muy tímido no lo dudéis, de pocas palabras y en voz baja, se ganaba la confianza de aquella gente a la que iba a hacer protagonista de alguno de sus reportajes. Les hablaba de lo que ellos hablaban, les preguntaba de lo que ellos entendían, y si la pregunta era comprometida le daba tal apariencia de ingenuidad que no ofendía, hurgaba con la mercromina en la mano. Siempre me viene esa imagen a la cabeza cuando veía esos debates o tertulias con políticos en los que participaba en sus últimos tiempos de delegado en El Bierzo del Diario. Parecía que lo dejaba caer… y podía ser una bomba. En otra boca, con otra voz, sonaría agresivo, en la de Cacha II, no. Por cierto, en El Bierzo se encontraba como en casa, no dejaba de ser otra cuenca minera, no dejaba de estar lleno de personajes singulares que tanto le gustaban, no dejaba de ser un sitio donde lo importante son las distancias cortas y eso un experto taurino siempre lo sabe manejar… «incluso toreando de lejos», como decía él que hacía su amigo Enrique Ponce cuando venía a la plaza de León. 

Y este ‘entrañable telarero’, siempre apuntando cosas en papelines, se hizo un maestro de la Red. Esa pasión por buscar curiosidades le llevó a cacharrear como pocos, le arrancaba un reportaje a cualquier rareza y le seguía el rastro a cualquier nombre hasta la extenuación, el tiempo que hiciera falta, por eso corrió la leyenda urbana de que nunca se sabía qué estaba haciendo, pero él lo sabía muy bien, lo tenía muy claro. Pocos reportajes más trabajados que aquel que le valió el premio Cossío, fruto de cientos de correos y conversaciones con descendientes de leoneses al otro lado del charco (¿en Argentina?).  

Siempre aparecía Cacha (Cacha II si cumplimos su voluntad) en los recuerdos de tantas cosas. En tantas anécdotas, en tantas palabras y en numerosos silencios. Muchas veces unidos a la pasión minera que sufrió un duro golpe cuando avanzó el cierre de los pozos y, además, falleció su padre, Cacha I, hará 8 años, aquel hombre que le legó la sangre minera y el amor por la paradoja pues, contaba Cacha II, «su deseo al mago de la lámpara era cantar el himno de Santa Bárbara en su propio entierro». Aparecerá Cacha (ahora unidos I y II) en las historias de Santa Lucía y La Robla; en la mirada de la mujer que le dio en herencia las palabras sosegadas, su madre Amparo (Amparito, dicen sus amigas), a la que unió aún más la ausencia del padre y de la que es difícil imaginar el dolor que siente hoy, la insufrible pena de las madres que tienen que vivir el trance que nunca superan, enterrar a un hijo; parecido dolor al de los tres huérfanos, sus dos hijos (Cayetana e Isaac) y su ahijado (Jorge Barrio). También el vacío de quienes ya no escucharemos sus anécdotas y sus historias de telarero. Nos queda la hemeroteca.   

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