Bajo el peso del duelo

Nueva entrega del serial Senderos de inspiración, por Nuria Crespo y José Antonio Santocildes

Nuria Crespo y José Antonio Santocildes
18/05/2025
 Actualizado a 18/05/2025
Bajo el peso del duelo.
Bajo el peso del duelo.

En el frágil tapiz de la existencia, donde los hilos del amor y la pérdida se entrelazan con cruel ternura, el duelo se alza como un océano en el punto más álgido de la tempestad. No es solo un sentimiento, no es un instante; es una dura travesía, un desgarro que atraviesa el alma y la vida, un canto roto que resuena en los huesos, en la sangre. Ya sea la muerte de un ser amado, que arranca un pedazo del corazón y lo lanza al abismo, o la ruptura de un vínculo; un amor deshecho, una amistad disuelta, un sueño que se desvanece... El duelo es un huésped implacable que exige ser sentido en toda su crudeza, que reclama su espacio en el altar de nuestra humanidad y que pide una atención de manera tan implacable que nos rompe en millones de partículas infinitas que en ocasiones nos vemos en la incapacidad de volver a reunir.

El duelo desgarra el interior hábil y vorazmente como pocas cosas en este mundo. Es un cuchillo que corta sin piedad, un peso que aplasta el pecho, un silencio que grita en cada rincón de nuestro ser. Cuando un ser querido se va, el mundo se quiebra: su risa ya no ilumina las mañanas, sus pasos no resuenan en el pasillo y su ausencia es un eco que retumba eternamente. Cuando un amor se rompe, el corazón se astilla: las promesas se convierten en cenizas, los recuerdos se tornan dagas y el futuro que imaginamos se desvanece como niebla. Cada forma de duelo, grande o pequeña, lleva siempre el mismo rostro: el de un vacío que parece insondable.

Y sin embargo, tendemos a ocultarnos bajo el manto de la fortaleza, pintamos sonrisas sobre nuestras grietas, fingimos que el sol aún brilla cuando dentro todo es ruido y todo está en ruinas. Ocultamos el duelo como si fuera una vergüenza, como si sentir el peso de la pérdida nos volviera débiles. Pero el duelo no se esconde; se acumula, se encona, convirtiéndose en un veneno que corroe desde dentro, lentamente, inevitablemente. Negarlo es traicionar nuestra propia humanidad, es renunciar al derecho de honrar lo que amamos, lo que perdimos y lo que aún nos define.

Porque el duelo no es solo dolor; es un testimonio de amor. Cada lágrima es un verso dedicado a lo que fue, a quien se fue. Cada punzada es una prueba de que nuestro corazón supo abrirse y expandirse. Negar el duelo es negar el amor que lo engendró, es cerrar los ojos a la verdad de que vivir es arriesgarse a perder. Por eso, debemos dejar que duela. Debemos permitir que las olas del dolor nos atraviesen, nos sacudan, nos rompan. Porque en ese romperse, en ese entregarse al abismo, comienza el lento y sagrado proceso de sanación.

El duelo no es un camino recto; es un intrincado laberinto, una danza de etapas que no respeta órdenes ni calendarios. Hay días de negación, cuando el alma se aferra a la ilusión de que nada ha cambiado. Días de ira, cuando el mundo parece un enemigo cruel. Días de negociación, cuando barajamos promesas imposibles con el destino. Días de tristeza, cuando el peso del vacío nos hunde en la penumbra. Y hay días, finalmente, de aceptación, cuando la herida comienza a convertirse en cicatriz. No podemos saltar estas etapas, no podemos apresurar el reloj del corazón. Cada una es un peldaño, un paso necesario para transformar el dolor en memoria y la pérdida en legado.

Dejar que duela no significa rendirse al sufrimiento; significa confiar en la resiliencia del espíritu. Significa saber que, aunque hoy el dolor parece eterno, no lo es. Significa caminar hacia la superación, no con prisas ni con falsas promesas, sino con la valentía de quien sabe que sanar no es olvidar, sino aprender a llevar la pérdida con el coraje que todos llevamos dentro.

Por eso, abraza tu duelo, deja que te duela, deja que te rompa en mil pedazos, que te hiera por dentro, deja que el dolor lo inunde todo y siente en tu cuerpo cada uno de sus desoladores estragos. Siente las llamas ardiendo, siente el calor quemando las entrañas, siéntelo todo y vuélvelo a sentir. Llora, grita, patalea, camina bajo la lluvia y deja que arrastre tu dolor, habla con los fantasmas de lo que un día fue tu vida. Pero luego, luego no te detengas. Luego busca la luz, aunque sea un fugaz destello. Luego busca la risa, aunque sea frágil. Luego busca la vida, porque incluso en la pérdida, ella sigue llamándote, gritándote que te aferres a ella, que no la repudies, que no la desampares, que no la olvides.

Rodéate de quienes te sostienen, de quienes no temen tu dolor, de quienes no se asustan ante tu pérdida. Y entonces, cuando estés listo, ponte en pie nuevamente, da un paso, luego otro y empieza a caminar de nuevo. Quizá con miedo, temblando tal vez, pero hazlo, hazlo con la certeza de que podrás superarlo, con la certeza de que la luz que vive en tu interior te guiará hacia la salida más cercana, hacia el fin de tu noche oscura, hacia el final de la que pensabas que sería tu eterna pesadilla. La herida no desaparecerá, pero se convertirá en parte de ti, en un mapa de tu resistencia, en un testimonio de tu amor, en testigo de tu propio renacer, de tu poderosa resiliencia, y eso es suficiente para dibujar un nuevo amanecer.

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