Si hay lugares que aún hoy nos siguen evocando la paz que en algún momento rodeó a las gentes que habitaron entre sus muros, otros, sin embargo, nos hablan del deterioro de una sociedad marcada por los vaivenes caprichosos de los intereses económicos de aquellos en cuyas manos cayeron en un momento determinado y que han sido sujetos de esos caprichos sin tener en cuenta que con su desaparición se ponía en jaque el bienestar y el futuro de muchas familias cuyo futuro estaba ligado al de los mismos. Fueron lugares cuyo cierre sumió si no en el olvido sí en un clarísimo deterioro aquellos espacios que los acogían, provocando en gran medida un éxodo de las gentes que los sostenían, y dejándonos las ruinas de lo que un día fue un pasado floreciente.
Y así, en nuestra crónica de hoy, pasamos de la paz monástica que dejamos entrever la pasada semana al silencio de un pasado industrial floreciente que se llevó consigo el futuro de una comarca, aún no se sabe por qué oscuros intereses. Ese silencio, esa pérdida, están ligados a la próxima localidad de Veguellina de Órbigo, donde aún permanecen las ruinas de una industria, la azucarera, a la que se le echó el cierre hace ya poco más de un cuarto de siglo, precisamente cuando se encontraba a pleno rendimiento y, por ello, se acababa de invertir en la misma una jugosa cantidad de dinero, poniendo –sin embargo- en la calle a más de dos centenares de trabajadores, precisa y contradictoriamente, en un momento de crecimiento. Ya hace tiempo que Olga y yo estábamos detrás de este reportaje, pero que momento más oportuno para hacerlo que este en el que otro complejo industrial de similares circunstancias –si nadie lo remedia- echará muy pronto su cierre, comenzando con ello el mismo proceso de destrucción que sufrieron antes el resto de industrias de este tipo en nuestra provincia.
Durante varias décadas, concretamente entre 1935 y 1992, se pudo decir aquello de tres eran tres, en clara alusión a las industrias azucareras que aportaban a nuestra provincia ese carácter industrial del que en general ha adolecido bastante; tres de entre las cuatro que llegaron a existir en León, aunque la primera de todas ellas, la de Boñar, apenas si duró cinco años (1899-1904), víctima de la “burbuja del azúcar”.
Después llegaría la de Veguellina, mandada construir en 1900 por los marqueses de Duro Felguera, descendientes de Carrizo de la Ribera, y a la que le faltarían dos años para cumplir el siglo de vida cuando se cerró en 1998; la de La Bañeza, creada en 1931, la única que hasta ahora se mantenía abierta y sobre la que en estos momentos pende peligrosamente una, nos tememos que irremisible, amenaza de cierre; y, por último, la de León, conocida como Azucarera Santa Elvira, que comenzaría a construirse en 1933 para ser cerrada en 1992. Como podemos observar, a pesar de que dos de ellas estuvieron a punto de conseguirlo, ninguna de ellas ha llegado a completar el siglo de existencia.
Si la llegada de la Azucarera a Veguellina cambió para siempre el paisaje de esta localidad, haciendo crecer en torno a ella y al apeadero del ferrocarril (desde 1870), el conocido como “barrio de la estación”, que hoy acoge prácticamente todo el movimiento económico de la misma, (con la modernización de un municipio que en los mejores años de dicha azucarera, entre las décadas de los 50 a los 70, vivió su máximo esplendor económico y poblacional llegando casi a doblar el número de gentes que habitaban el municipio), el cierre surgido a finales del pasado siglo XX supuso un terrible mazazo en todos los sentidos del que, más de veinticinco años después, aún está tratando de recuperarse, incluso en número de habitantes que hoy se encuentra en niveles aún más bajos que los que presentaba en la década de los veinte del pasado siglo. También el paisaje urbano trata de recuperarse todavía, pues la cicatriz dejada por este complejo industrial sigue vertebrando lo que es un espacio central del paisaje urbano veguellinense, aunque las generaciones más jóvenes no lo hayan conocido más que en el estado ruinoso que de alguna forma, también hoy, la imagen de la localidad, una imagen cada día más deteriorada y que, según el más o menos reciente anuncio de una inmobiliaria especialista en este tipo de recursos, se ha puesto en venta. Su precio, 2.100.000 euros; una cantidad que a la ciudadanía de a pie puede parecernos un despropósito pero que no supone más que un precio de venta de algo más de 24 euros por metro cuadrado, algo más si tenemos en cuenta que de la superficie total solo se permitiría edificar en el 85 % de su superficie. En tan poco se valora un lugar que antaño fue fuente de prosperidad para toda una comarca.
Mientras en otros lugares –comenzando por la propia ciudad de León- lo que fueron símbolos de un floreciente patrimonio industrial se están salvando para la memoria de los pueblos con nuevos usos, casi siempre ligados a lo cultural, aquí en nuestra provincia vemos como, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, estos símbolos desaparecen y con ellos la historia de un pasado que fue un día floreciente.
Y tenemos que preguntarnos, ¿dónde queda la protección de este tipo de patrimonio industrial que, ya en 1978, proponía la UNESCO cuando comenzó a preocuparse del reconocimiento expreso del patrimonio cultural que suponen los bienes industriales heredados del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX? Un legado arquitectónico industrial ligado a la Revolución Industrial. En España esta llegó más tardíamente y de forma irregular, y aún más en nuestra provincia, lo que hace que, en comparación con otros espacios europeos (incluso españoles), este tipo de restos materiales sean escasos. En esa consideración como monumento, está el hecho de que muchos de estos espacios tendrían un valor universal que justificaría su consideración como obras maestras de la técnica, la ingeniería y la arquitectura. Podemos asegurar (porque así lo afirman los expertos) que la Azucarera de Veguellina constituiría uno de los ejemplos de patrimonio histórico industrial más antiguo de nuestra provincia, en zona rural, “un conjunto de edificios con una volumetría y estética que lo emparentan con los modelos decimonónicos de estilo racionalista-constructivista”, en el que “las naves, oficinas, almacenes y viviendas de la Azucarera dan testimonio de una actividad —la producción de azúcar de remolacha-, de un estilo de vida y de trabajo — el industrial, el obrero-, y de una etapa del desarrollo de la ciudad que ya forman parte de la historia y la identidad de los leoneses”, casi 87.900 metros cuadrados en pleno centro de la localidad, con muchos terrenos colindantes, y con apeadero de ferrocarril propio. Y a pesar de todo ello, como ya hemos dicho, no hay ni sombra de intento alguno de inversión sobre la zona, lo que –de llevarse a cabo, dicen los expertos – podría llevar la protección y puesta en valor del complejo y el consiguiente beneficio para el pueblo.
Mientras tanto, el deterioro continúa día a día. Cuando uno se pierde entre las ruinas de cualquier conjunto fabril o industrial abandonado no son piedras lo que se encuentra envueltas en esa naturaleza, la sensación es diferente; es una sensación de abandono en el sentido más negativo de la palabra, un lugar donde se amontona la suciedad provocada por la acumulación de trastos viejos que ya han perdido todo valor, de muebles desvencijados, de documentos y papeles varios donde un día se reflejaron datos de múltiples vidas, de aves y pequeños animalillos muertos entre las ruinas, hasta de vehículos que yacen semi-destrozados hablándonos de una época que se fue y que ya nunca más volverá.
Quizá por ello a nadie se le haya ocurrido más uso que el de convertir tales ruinas en un estudio de grabación puntual para alguna película, como el cortometraje “Hidden soldier” que en su momento grabó, allá por 2009, el cineasta leonés Alejandro Suárez, convirtiendo esta localización –que siempre le había llamado poderosamente la atención – en un escenario simulado de los espacios bélicos de Normandía en plena Segunda Guerra Mundial, un corto que se desarrolla en medio de un bombardeo del ejército americano sobre el nazi. Con estas circunstancias y el panorama que le ofrecía el lugar, sumamente deteriorado y abandonado tan solo una década después de haberse cerrado el lugar, no le hicieron falta demasiados efectos especiales para convertir estas ruinas en su escenario perfecto, formado por grandes paredes demolidas, hangares, hornos y oficinas abandonadas que bien podrían haber sido los restos reales de un campo de batalla, un lugar perfecto en el que recrear escenas de tiroteos, aviones, ejércitos… como nunca pudiera haberlo hecho en un verdadero estudio de Hollywood.
Para nada más ha sabido dársele uso, ni siquiera para ser derruidas y construir en ellas aquellas viviendas que en su momento se prometieron, porque resulta que sin el motor económico que para la zona significaba la azucarera, sin las opciones alternativas que en su momento se prometieron para la misma, la comarca se quedó sin futuro, y el éxodo imparable comenzó a vaciar estas tierras. ¿Y para qué se quieren viviendas nuevas en una comarca a la que se le ha robado su futuro?
Hace un tiempo, una experiencia poética con uno de los colectivos existentes en las vecinas tierras asturianas, la fotografía colgada en un museo me llevó a escribir unos versos que transcribo en su parte final:
[...] Se vende… / ¡Me venden! / Tras la fachada que se derrumba / -deslucidos mis afeites por el paso del tiempo- / mil historias vividas. / Mil historias olvidadas.
La imagen que me los inspiró no fue la de ninguna fábrica, sino más bien la de una casa abandonada en medio de una localidad cualquiera, pero dichos versos podrían servir también para cualquiera de esos coquetos edificios que, con destino a sus directivos, un día se levantaron cerca de esas fábricas, la de Veguellina incluida. Y aunque hoy no las hemos incluido en este reportaje, alguna de ellas se puede localizar aún en el pueblo, manteniéndose dificultosamente erguida ante nosotros, silenciosamente deteriorada, como uno de esos lugares que a menudo dan lugar a rumores sobre espíritus que las habitan y fenómenos extraños. Aunque, ¿hay fenómeno más inusual que ver como una sociedad en pleno florecimiento se ve abocada al abandono del lugar que un día escogieron para establecer su futuro y, tal vez el de sus hijos?...
Las ruinas de la que fue floreciente azucarera hasta 1998 es el peligroso anuncio de lo que puede volver a ocurrir en la cercana localidad de La Bañeza, en la última que aún se mantenía abierta de las cuatro que León llegó a tener, y que hoy se alza en pie de guerra, más que probablemente abocada a su cierre definitivo porque, observando el mundo en el que vivimos, a nivel global, cada vez parece más claro que los únicos intereses que triunfan en él son los de los grandes poderes económicos que para nada piensan en el más mínimo bienestar y futuro de las personas (con nombres y apellidos, con familias y vidas por delante) que los han mantenido y hecho crecer hasta el momento.
A quienes tampoco parece importarles el abandono de estos lugares es a las cigüeñas que año tras año han ido construyendo sus nidos en las inactivas chimeneas del complejo veguellinense, esas por las que hoy no se escapa nada más que el viento susurrante que se cuela entre los espacios vacíos que, sin embargo, un día estuvieron llenos de la prosperidad y la alegría de sus gentes.
