Hay ausencias que pesan como largas y oscuras sombras al atardecer, extendiéndose sobre el alma sin pedir permiso, cubriendo con su frío manto los rincones que antes vibraban de vida. Son las ausencias de quienes un día estuvieron tan cerca que su risa era el eco de la nuestra, sus pasos el compás que marcaba el ritmo de nuestros días y su aliento la llave hacia nuestro ser. Y de pronto, se desvanecen, sin previo aviso, sin alertar. No siempre con un adiós, no siempre con una explicación. A veces se van en silencio, como un suspiro que se funde con el viento, y nos dejan mirando un espacio vacío que no sabemos cómo nombrar. A veces se van sembrando el caos, arrasando nuestra vida con un torbellino devastador, casi mortal. Ese vacío no es solo un hueco en la rutina, no es solo la silla que ya no se ocupa o la voz que ya no resuena en ningún lugar. Es un abismo que se abre dentro, un silencio que grita más fuerte que cualquier palabra, un dolor que se instala como un huésped no invitado. Y entonces la tristeza nos sumerge en un vasto océano de dudas y miedos, un océano henchido de recuerdos que duelen con solo atisbarlos, como si fueran cristales rotos que cortan al intentar sostenerlos. Y sin embargo, lo hacemos, porque en esos fragmentos están sus ojos, sus gestos, las promesas que nunca se cumplieron, sus caricias, sus palabras y también sus lágrimas.
Superar esas ausencias es un arte digno de elogio, no siempre comprendido; es un pozo sin fondo que parece perderse en el tiempo, un camino plagado de piedras que se clavan con cada paso, porque queremos llenar ese insondable hueco con algo que nos proporcione un minuto de sosiego, queremos llenar ese inabarcable vacío con alguien que engañe al corazón y le haga creer que no se ha ido, queremos sanar nuestras heridas con remedios ineficaces que mitiguen todo el dolor que nos barre por dentro. Sin embargo, no existen sustitutos para lo que fue único, para lo que fue especial. Intentamos coser la herida que cercenó nuestra vida con hilos de tiempo, con distracciones que no sanan, que no sirven, con nuevas sonrisas, con nuevos horizontes, con nuevas pieles, con nuevas almas. Pero hagamos lo que hagamos, hay ocasiones en las que esa ausencia es tan colosal que nos sigue desgarrando las noches, cuando el mundo calla, cuando los sonidos se diluyen en el silencio y cuando nuevamente ese fiero escalofrío se cuela por grietas que aún permanecen abiertas. Y entonces solamente quedan incontestables preguntas convertidas en fantasmas que nos persiguen sin cesar, en sombras que danzan en la penumbra de nuestra soledad, en crueles mordiscos que desgarran el velo de nuestra cordura, enredados una y otra vez en esos espacios vacíos que dejaron tras de sí como instantes suspendidos en el tiempo, como altares silenciosos, testigos de nuestra fragilidad. Y ahí está de nuevo, la taza que ya nadie usa, el libro que dejó a medio leer, el aroma que tanto le definía y que aún parece flotar a nuestro lado como un recuerdo traicionero que nunca nos abandonará. Ahí está de nuevo, su rincón favorito, ese que ya nadie disfruta, la bufanda que jamás volverá a ponerse o el columpio que ya nunca se moverá. Ahí está, cada rincón, cada espacio que tocó volviéndose sagrado y profano a la vez, un lugar al que volvemos con reverencia y con rabia, con recelo y con fe. Queremos odiarle por haberse ido, por dejarnos con este peso, pero el amor que aún sentimos nos traiciona una vez más, nos ata como un hilo invisible que no podemos cortar ni tampoco evitar. Y así vivimos, entre la nostalgia y el reproche, entre el deseo de olvidar y la necesidad de recordar. Son las ausencias que nos cambian, que nos marcan, que nos hacen temblar, ausencias que nos despiertan con un brutal golpe de realidad, enseñándonos que la vida es frágil, las personas prestadas y el tiempo un ladrón que disfruta robándonos lo que amamos sin titubear.
Por tanto, mientras aún está, mientras sus manos puedan rozar las nuestras, mientras su voz pueda llenar el aire, debemos aferrarnos a esos instantes y emociones con todo nuestro aliento, con todo nuestro ser. Decirle lo que sentimos, aunque las palabras tiemblen y el aliento falte. Abrazarlo hasta que el calor de su cuerpo se grabe en nuestra piel. Reír hasta que la risa se vuelva un refugio eterno. Porque un día, sin que lo esperemos, todo eso podría no estar. Y entonces, cuando el silencio llegue y el vacío se instale, al menos tendremos el consuelo de haberlo dado todo, de haber sentido todo, de haber vivido todo a pesar del riesgo, a pesar de ese final. Las ausencias hieren porque nos recuerdan lo que tuvimos, lo que perdimos, lo que no volverá. Las ausencias nos gritan que el tiempo no espera, que el amor no se guarda, que la vida es un suspiro y el mañana puede no llegar. Así que amemos con furia, con ternura, con desesperación. Porque si algún día se va, si el eco de sus pasos se desvanece dejándonos con el alma sumida en el silencio, el único bálsamo que consiga mitigar ese inmenso vacío será el recuerdo de los momentos que incendiaron nuestra sangre, acompañándonos hasta el final.