Arturo Nogueira. La humildad refuerza la grandeza de sus obras

Por Gregorio Fernández Castañón

05/09/2024
 Actualizado a 05/09/2024
Arturo Nogueira al lado de la entrada (triunfal) de su estudio-bodega.  | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
Arturo Nogueira al lado de la entrada (triunfal) de su estudio-bodega. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Me encontraba muy cerca del lugar donde los torrentes de lágrimas del río Valcarce, emocionados, se unían a la fiesta que llevaba consigo, cuesta abajo y con prisas, el río Burbia. Allí, justo allí, rompiendo los vientos desde lo alto del puente medieval, descubrí la voz del poeta Hernán Alonso acompañada por el ritmo que imponía el corazón de piedra de un peregrino: Si es Dios lo que te mueve, peregrino / o es el arte, la historia o la poesía / Villafranca del Bierzo ya sería / el principio y el final de tu camino; / mas si tu corazón seguir anhela, / adelante, peregrino a Compostela / que el cielo de Galicia ya es vecino. 

Yo opté por quedarme en Villafranca del Bierzo. Mi principio y fin de aquel día. Y, con el deseo de encontrar el rayo de luz que habría de eclosionar la supervivencia de las truchas, aproveché para buscar por la calle del Agua al autor de aquel peregrino pétreo. Decidí que sería un buen momento para llamar a la puerta de Arturo Nogueira, convencido de que, con ello, triunfaría mi pasión por la belleza. Y acerté al encontrar uno de esos escudos que definían el linaje de dos familias (Arturo y Méndez), de una cartela que se aferraba a la verdad para gritar al viento El arte forma parte de la esencia de la vida, y de unas lagartijas de aspecto metálico (rúbrica, en imágenes, de la firma de su autor).

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El artista junto a su obra ‘El rapto de Doña Beatriz Osorio por Álvaro Yáñez’. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Y el autor se encontraba bajo el techo donde, en otros tiempos, los silencios del vino maduraban, graduándose, para refrescar la memoria de las cepas. Me esperaba, para que me entendáis, en su estudio (bodega durante aquellos años de conjugaciones remotas), dispuesto a sacar el perfil de un nuevo volumen, afilando los vértices de un ángulo agudo. Al final, las únicas sombras que se percibían en aquella viejísima estancia eran las de un huso, hecho, como era de esperar, de madera y apuntando al cielo. Madera reseca por la quietud y envuelta en una capa imponente de polvo. Nada más. No vi ni rastro de la piedra, de los poínos, del pilo, de la viga o de las cubas (útiles en la enología casera), pero sí, y con calma, lo que vi fueron los bocetos apilados por el maestro a lo largo de su vida artística. Por si no se me entiende, doy una vuelta al vocabulario para conseguir, como el agua, la máxima transparencia: allí, en aquel estudio/bodega, el artista dejó en medio un estrecho pasillo y en las dos largas orillas fue «plantando», hasta las paredes y el techo, pequeños y grandes bocetos; volúmenes especialmente de escayola y de barro que, al ser en su mayoría una copia de rostros y de cuerpos humanos, me miraban sin parpadear y se mantenían erguidos, salpicados por una red infinita de telarañas. Absorto, no pude por menos de llenar de admiración mis ojos, mientras que, naciendo del interior de mis cavernas, apareció un sonado «¡ooooh!» para refrendar tanta belleza.

–Pues si te sorprende esto, ya verás cuando te lleve a otras salas –me dijo el maestro.

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Uno de sus crucificados desnudos y cargados de simbolismos. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Y a ello fuimos, pero, como no había prisa, por el camino manejé mis herramientas interrogatorias para sacar a la luz hasta los complejos más recónditos. Y de esa forma supe que el artista nació en el barrio del Campillín, de Ponferrada y que vino a vivir a Villafranca del Bierzo por amor. Me enteré de sus andanzas por la vecina Francia y que, de regreso, tras cumplir con el servicio militar, montó un gimnasio y después una tienda dedicada a las bellas artes; tienda que tuvo que abandonar porque una de esas máquinas traidoras le dibujó una importante y fea herida en los dedos de su mano derecha. Me habló también del restaurante de su familia (de las truchas que allí se cocinaban y se saboreaban). Todo muy en línea recta, hasta que descubrí la mayor de las curiosidades al dar un quiebro en una de las sombrías esquinas: Arturo Nogueira –señoras y señores– fue campeón provincial de culturismo.

–Bueno… Si te digo la verdad, aquella experiencia fue útil para conocer en profundidad la anatomía del cuerpo humano. En concreto del sistema muscular, que me sirvió para adaptarlo a las figuras de mi propio arte –me dijo, con el rubor de un adolescente. 

–¡Coño –con perdón–, pues sí que acertaste! –solté al traspasar la puerta de la primera galería y ver aquellas obras tan…, pero tan espectaculares.

Las figuras humanas allí superaban con creces el centenar. Y colocadas en perfecto estado de revista, me encontraba como esa mariposa indecisa que, al ver un extenso paraíso de flores, sin duda se pregunta dónde posarse para libar el primer néctar.

Eran (y son) imágenes humanas desnudas, la mayoría, porque «Dios creó a la mujer y al hombre en la gloria de su desnudez, y los creó con orgullo, no con vergüenza», me confirmó el artista. 

¡Uff…! Me mordí la lengua para no soltar otra de esas exclamaciones malsonantes. Tuve que retroceder y dar la vuelta; andar y desandar por aquellos caminos donde los volúmenes en bronce, con sus pátinas pulidas al espejo, te susurraban al oído –podéis creerme– mensajes de lo más elocuentes. Tuve que buscar las cosquillas en aquel ruedo artístico para entender, en cada uno de los granos de arena, que la belleza en manos de un artista como Arturo Nogueira pone la voz en los ecos de las montañas y riega de luces brillantes las puestas de sol. En determinados amaneceres –y luego lo explico– son los gallos los que cantan. 

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.Izquierda, los gallos cantan; en el centro, el artista piensa que… y, a la derecha, el boceto de su 'Lámpara minera'. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Allí, en la primera galería, las piezas artísticas eran muy diferentes unas de otras, pero yo sabría reconocer la esencia del artista desde objetivos muy lejanos. Y eso es extraordinario. Arturo me aseguró que él era un autodidacta convencido de que «a base de constancia y de sacrificio aparecen los milagros. El oficio es el que es –me aseguró– y con la experiencia se van cumpliendo los deseos». Bien, pues lo que yo allí estaba viendo era una mezcla de lo más clásico con lo más actual y viceversa. 

–Con la obra de Miguel Ángel Buonarroti me quedé prendado, pero tampoco desaproveché la visión de los vaciados en las piezas artísticas del escultor Pablo Gargallo –me confirmó.

Y tras sus palabras, la verdad, descubrí en sus piezas artísticas la perfección del David o La creación de Adán, de Miguel Ángel, sin descartar, eso tampoco, la del David o el Gran Profeta, de Gargallo. Era eso: la exquisitez y la originalidad unidas para formar un ejército con el que lograr poner orden a la mente y paz en el alma. Eran desnudos solitarios, en parejas, en grupos o en divinidades (como los crucificados, cargados de simbolismos). Y eran hombres y mujeres vestidos para representar, por ejemplo, el rapto de Doña Beatriz Osorio por Álvaro Yáñez, personajes de la novela de Gil y Carrasco ‘El Señor de Bembibre’ (rostros, por cierto, del propio artista y del de una de sus hijas), y eran los gallos –ahora lo comprenderéis mejor– que, además de cantar en los amaneceres, llevaban por encima de sus cuerpos diversas actividades y juegos infantiles, cuyo protagonista –allá arriba– resultó ser el nieto del artista. Increíble.

En la segunda galería encontré idénticos planteamientos, con una excepción: las piezas del maestro, allí, fueron realizadas con distintos materiales: bronce, madera, cerámica, resina, hierro o piedras. Y todas igualmente bellas y sumamente destacables. Por último, en la sala que él llamaba ‘La cuadra’, el espectador –yo mismo– quedó prendado con las múltiples variantes y posiciones de una colección de artísticos caballos.

Tras la visita por las distintas estancias expositivas de Arturo Nogueira, poco tengo que añadir, salvo que es todo un ejemplo de sabia humildad que refuerza la grandeza de sus obras. Un artista consagrado y premiado, con más de veinte monumentales obras públicas repartidas por todo el territorio nacional, especialmente por El Bierzo. Una pena que su ‘Homenaje a la minería’, con capacidad para albergar en su interior a más de 700 personas, distribuidas en varias salas (museo, áreas de recreo, barbacoas, servicios, aparcamientos…), haya quedado en el olvido. Una pena no poder ver de lejos aquella ‘Lámpara minera’ y ver de cerca los paisajes de El Bierzo y de Laciana desde el mirador previsto, con acceso y bajada desde un ascensor interno. Una pena no contar con las ocho grandes estatuas en bronce, previstas para tan monumental obra, ni poder admirar los veinte escudos, en piedra caliza, que deberían haberse realizado para perpetuar la identidad de esos pueblos leoneses en los que el pan era… negro como el carbón de nuestras minas cerradas. Una pena, sí; pero uno, que ama el arte y la cultura y pervive a base de no perder la esperanza, todavía piensa que este sueño nuestro, en cualquier momento, se puede hacer realidad. ¡Ojalá!

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