Lo confieso, perezoso e indisciplinado crónico, en los últimos años no he disfrutado mucho de ella, el Ágora de la Poesía, que hoy celebrará su centésima cuadragésima cuarta edición, a partir de las veinte treinta horas, en el anfiteatro de la capitalina Plaza de San Marcos. Mas gratitud obliga y, puesto que fue en ella donde por vez primera me atreví a leer algunos de mis renglones cortos, justo es que difunda algunos apuntes de su historia, toda vez que, si a mí me acogió y auxilió a abandonar miedos y a atemperar temblores –¡ay Toño del alma, si no fuera tu mano amiga la que mi lectura y decir afianzó…!– bien puede a partir de hoy mismo ayudar a algún otro silencioso escritor poeta o, como era y es mi caso, «incurable aprendiz de escribidor» de renglones de vario largo.
Como muchas serían las personas que habría que nombrar a la hora de hablar del Ágora de la Poesía, he optado, después de hablar con sus memoriosos, por no hacerlo más que de quienes yo considero añoso ejemplo de voluntad contra vientos, lluvias y fríos: Nieves Egüen Garrido y Felisa Fuertes Brusca y a los que ya nos han dejado y hoy serán presente ausencia en la memoria de todos quienes los conocimos, es decir, Eduardo González Boado, Luis Javier Carro, ‘Caminante’, Sandra Sánchez García, Toño Morala y José Luis Lamana.
Cuentan los memoriosos del Ágora, que todo fue como una amigable y conversada especulación, como un «reflexionar en un plano exclusivamente teórico» sobre la necesidad de recuperar la ocupación de los espacios públicos para la cultura, llevada a cabo por un grupo de amigos, primero en el bar Bardalla y luego en la curiosa tertulia que, por vidas y horarios, tenía lugar al mediodía en La Cantina, que fue donde surgió la pregunta «¿y por qué no?». Siendo así que mientras unos pensaban en el «¿y cómo, si sí?», el impulsivo corazón de Sandra Sánchez, sin, literal ni poéticamente, encomendarse ni a dios ni al diablo ni, lo más fácil, al resto de pensantes amigos, convocó en un foro de internet la primera edición del Ágora de la poesía, de 22:00 a 23:55 horas en el lugar que hoy ya más que anfiteatro es Ágora, sin tiempo casi para comunicar la celebración de tal manifestación cultural a la Subdelegación del gobierno, y aún menos para conseguir una mínima iluminación ni una megafonía que permitiese mínimamente la lectura y escucha de lo recitado. Como pasó con los asistentes, que hubieron de ser, en muchos casos, convocados boca a boca, por no decir mediante toque a rebato.
Cuentan los memoriosos del Ágora, que acierto y suerte fue, allá por 2013, es decir, antes de la promulgación de la conocida como Ley mordaza, comunicar su celebración cada último viernes de mes durante, al menos, los próximos cincuenta años, así como conseguir, meses después, que el Ayuntamiento de León, concejalía de Educación, facilitase, como orden permanente, la iluminación cada mes y cómo hasta uno de los electricistas que se ocupaban de ello acabó también desempolvando versos de juventud y recitándolos para todos los asistentes, así como la generosidad de Jesús García, el Beatle, que dejó y deja cada mes la megafonía, ahora ya en depósito. Mas sí, meses hubo en que la iluminación era con linterna y la lectura bien a viva voz, bien con megáfono.

Cuentan los memoriosos, cómo alrededor del Ágora, al fin y a la postre obra humana, se han forjado buenas amistades, amores y enemistades y desamores –se sabe: no son los poetas ángeles puros–, así como cómo no faltaron intentos de hacerse con ella por algún que otro partido político y por alguna que otra capilla poética, de las que nuestro Diccionario de la lengua española fija como capillita, cada cual con su criterio y gusto poético y así como ajenas no sólo a su más afianzado lema: «Ágora de la Poesía, donde la poesía no compite, se comparte», sino también a la enseñanza de García Lorca de que «la poesía no quiere adeptos, quiere amantes», lo que ha venido a propiciar que a lo largo de estos doce años el Ágora se haya venido pareciendo a un mar con sus tiempos crecientes y ediciones de pleamar y con sus ediciones de bajamar en tiempos de reflujo; mas siempre, siempre, perdurable mar que no deja de cantar. Siendo así que, se sabe, es el Ágora poético mar abierto en cuyo oleaje nadie sobra y todos, como gotas que hacen ola, hacen falta. Mas nada extraordinario, todo humano, normal, ni tan siquiera demasiado humano.
Y sí, cuentan los memoriosos cómo fueron, fuimos muchos los y las poetas o amigos de la escritura que leyeron por primera vez sus poemas en el Ágora y en ella fueron, fuimos contrastando, emoción a emoción, reconocimiento a reconocimiento, nuestro gusto por unos u otros, por unas u otras, estilos o formas de expresión poética. Y sí, no me lo cuentan los memoriosos, pero sí sé que los más habituales asistentes al Ágora han sido Ramiro Pinto y Yolanda Prieto, el uno animando a todos, la otra endulzando las ediciones no solo con dulces sino con lecturas de poemas llegados de lejos.
Y sí, me recuerdan los memoriosos del Ágora cómo de su seno han salido seis antologías de poemas en ella leídos y cómo de su seno ha brotado el primer libro editado de treinta y dos poetas del más variado estilo.
Y cómo no recodar, cómo omitir la aparición, digamos, alrededor del Ágora de aquellas sucesivas revistas o títulos de revista de poesía –Palavras contra el Balium, Sentimientos invisibles, El búho desenfrenado y Mil palabras y un día- que, en una edición resistente que recordaba tiempos de clandestinidad, conformaron un total de cincuenta y seis números, cuya completa colección hoy se encuentra depositada en el Instituto Leonés de Cultura.
Sí, muchos somos los que algo, mucho o poco contésteselo cada cual, debemos al Ágora de la Poesía que hoy cumple doce años de presencia entre nosotros y con la que es de ley desear: ¡Larga vida al Ágora! Y a todos, ¡salud, versos y párrafos!