Adiós a La Urz

Por Agustín Berrueta

31/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Cuando se acabe este verano llegará también a su fin una historia de amor personal. La de una familia con el pueblo que eligió para veranear hace casi cuarenta años (la elección fue mutua, porque el pueblo también la acogió con hospitalidad y cariño). En 1981, los suegros de uno de mis hermanos alquilaron la casa de la antigua escuela de La Urz pensando más en sus nietos que en ellos mismos, y durante varios años mi hermano y mi cuñada hicieron de mantenedores y pasaron allí los veranos y las navidades con su primer hijo al que pronto se sumó otro «que encargamos a la luz de la Luna». Estoy convencido de que, además de ir por gusto propio, querían dar a sus hijos la oportunidad que nosotros mismos tuvimos cuando mis padres nos llevaron a veranear a otro pueblo de la montaña de León a mis hermanos y a mí siendo apenas niños y adolescentes, para que, como nos pasó a nosotros, ellos pudieran percibir los olores elementales, los colores primigenios y los sonidos minerales, que diría Neruda.

Eso hizo mi hermano y lo hizo bien; la prueba es que, cuando su vida dio un brusco volantazo y le faltaron ánimos para volver a la vieja escuela, sus hijos recogieron el testigo y la han mantenido viva y abierta durante veinticinco años más. Pero, como ya se temía Mafalda, a veces llevamos la vida adelante y a veces la vida nos lleva por delante a nosotros; y ahora les toca a ellos apurar «con dolor de corazón» este capítulo de sus vidas por diferentes razones. El hijo mayor hace siete años que emigró a latitudes tan lejanas que, cuando mira al cielo por la noche, no ve las mismas estrellas que le iluminaban en las noches de La Urz. Pero en esas miradas, y en sus paseos por los senderos australes, conserva en su zurrón aquellas noches y los senderos de sus veranos infantiles. El menor no se ha ido tan lejos, pero sí lo suficiente como para no poder regresar tantas veces como quisiera; además, ya tiene su propia familia con dos niños pequeños (uno de ellos también «encargado» allí) y, como le ha dicho su padre, ahora tiene que buscar su propio sitio para que sus hijos tengan la misma oportunidad que él disfrutó de niño; se va pero se lleva bajo la piel el sabor violáceo de las moras de agosto y el fulgor ambarino de la miel en la que metía el dedo cuando era un niño (su vecino le ha recordado que cuando lloraba sólo se calmaba si le daba una tosta de jamón con miel).

Esta es solamente una ínfima anécdota para la humanidad pero una historia decisiva para esta familia, que concluirá cuando termine el verano y la vieja escuela de La Urz, ya vacía y silenciosa, quede atrás sin fecha de regreso. La historia concluirá, pero no se perderá en el aire ni en la lluvia mientras todos nosotros la recordemos y sepamos transmitirla. Sí, es tiempo de decir adiós, y hay que saber hacerlo con sosiego y elegancia, igual que hace unos días se despidió de nosotros Joan Baez.
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